Entrevista originalmente aparecida en Cartelera Turia, el 9 de noviembre de 1998

 

A sus setenta años, Agnès Varda es capaz de desplegar una vitalidad desarmante. Coincidiendo con la restauración de su film Le bonheur (1965), proyectado en la pasada Mostra y en la Filmoteca Valenciana, paso varios días por la ciudad, durante los cuales derrochó amabilidad y demostró, como dice el tópico, tener la cabeza muy bien amueblada. Precursora de la nouvelle vague, primera mujer considerada autora cinematográfica en Francia y feminista comprometida, recibió a Turia tumbada sobre su cama del Hotel Excelsior, en un receso entre dos de las múltiples actividades que llevó a cabo durante su estancia en Valencia. «Es que llevo varios días andando y necesito descansar las piernas», explica en tono campechano mientras se ajusta las gafas.

Su primera película, La pointe courte (1955), está considerada un antecedente de la nouvelle vague. ¿Imaginaba su repercusión posterior?

Evidentemente, no. Y la primera razón es que cuando dirigí por primera vez, yo solo había visto siete u ocho películas en mi vida. Eso era lo que me diferenciaba completamente de los demás directores de la nouvelle vague y del grupo procedente de Cahiers du Cinéma, que eran ratas de filmoteca. Yo tenía una formación eminentemente teatral y museística, basada en la historia del arte. Para mí el cine era un medio expresivo nuevo y original. La nouvelle vague significó el reconocimiento del director de cine como autor, responsable pleno de la obra. Antes hubo autores, naturalmente, pero nosotros reivindicamos la idea de un cine libre. Y barato, porque la libertad siempre tiene un precio. Rodamos la película en cooperativa, como luego harían Godard y otros. Todo el mundo colaboraba, era una aventura.

¿Recuerda la crítica que le hizo Truffaut cuando se estrenó?

Sí, era muy mala. Le chocó mucho una película tan abstracta. Varios años después, reconoció que se había equivocado y no había entendido nada cuando la vio por primera vez. Un crítico de Le Monde dijo que yo había hecho una película del mismo modo en que durante las vacaciones otras chicas se dedican a tricotar, por capricho. Tres años después, también se excuso públicamente.

Lo cual reafirma la idea de que su cine se avanza a corrientes posteriores, como también demuestra Sin techo ni ley, ganadora del León de Oro en Venecia en 1985 y adelantada a la ola de cine social europeo posterior.

Sí, especialmente sobre chicas jóvenes y sin recursos. Como La vida soñada de los ángeles, la película de Erick Zonca cuyas protagonistas (Elodie Bouchez y Natacha Regnier) han ganado el premio de interpretación en el último Festival de Cannes. La sociedad contemporánea se ha dado cuenta de la cantidad de gente si casa que existe en el mundo. Es un tema muy importante. Pero es cierto que cuando hice Sin techo ni ley ni los medios ni el cine hablaban del tema.

¿Como cineasta se considera, por tanto, testigo de su tiempo?

Sí, pero no desde un punto de vista sociológico, sino artístico. El artista tiene una especial sensibilidad para ver las cosas, pero desde un punto de vista emocional, nunca estadístico. La chinoise, de Godard, también se avanzó un año a la revolución estudiantil francesa del 68. Ocurre a menudo que la conciencia colectiva viene precedida por alguna manifestación artística. Pero se trata de hechos accidentales. En ese sentido, puede afirmarse que soy testigo de mi tiempo, pero solo de una pequeña parte. A veces digo que lo que hacemos es etnología espontánea.

Con el añadido, en su caso, de una comprometida visión feminista.

Sí. Hay muchos estudios sociológicos sobre la mujer realizados por hombres, pero las mujeres viven los datos de esos estudios en sus propias carnes. Creo que fui una de las primeras directoras en hacer cine de autor. Ahora, en Francia, hay unas veinticinco. Aunque cuando empecé estaba prácticamente sola, creo que mi trabajo ha servido a otras mujeres. Pero no se trata de hacer cine militante, quizá con la excepción de Una canta, otra no (1977), en la que una de las protagonistas lo es, y este hecho marca automáticamente toda la película. En los años sesenta, el colectivo feminista encolerizado con los padres, los mandos, los jueces, los curas, los legisladores, los médicos… y me di cuenta de que era más interesante expresar su fuerza vital, su necesidad de amistad, porque siempre se ha dado una imagen de la mujer en relación con los hombres. Pero he hecho muchas películas diferentes, como Jane B par Agnès V. (1988).

Que es uno de los múltiples films suyos que no llegó a España.

Lo sé, es una pena, porque Jane Birkin estaba magnífica. El film es un retrato cinematográfico imaginario. Cuando un actor muere y se hace un reportaje televisivo sobre su carrera, suelen aparecer imágenes de sus interpretaciones para apoyar los comentarios. Jane B. era como uno de esos reportajes, pero totalmente inventado, porque aparecían secuencias de películas que Jane Birkin nunca había hecho. Era todo falso, pero fue una forma de proyectarla en múltiples papeles diferentes, que hizo estupendamente.

Justo después hizo Kung-Fu Master (1988), también inédita en España.

También la interpretó Jane Birkin, y fue la primera vez que trabajé con una idea que no era originalmente mía. Fue ella la que me sugirió el argumento, porque me dijo que deseaba hacer el papel de una mujer enamorada de un joven de 14 o 15 años. Me pareció interesante y escribí el guion. Ella tiene 40 años y se enamora de un adolescente, pero el joven, a su vez, está enamorado de un videojuego llamado Kung-Fu Master, cuya temática consiste en liberar a una joven atrapada. Me insatisface que estas películas no hayan podido verse en España.

La que sí se estrenó, y resultó ser un éxito, fue Cleo de 5 a 7 (1961), un título fundamental por su tratamiento del tiempo cinematográfico.

Mi intención era trabajar con tiempo real y con una geografía igualmente real. Ya existía una película rodada utilizando el tiempo así, Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), pero era un film que presuponía un principio de ubicuidad, porque aunque el tiempo era correlativo, los escenarios cambiaban. Mi idea, en cambio, era no separar nunca la cámara de la protagonista, seguirla. El tiempo es regular, como un metrónomo, pero cada persona lo vive a un ritmo distinto. Si estás diez minutos con alguien que te gusta, te parece que solo ha transcurrido uno, mientras que si estás esperando a alguien, dos minutos se convierten en veinte. Ese tiempo de carácter subjetivo es el que traté de captar y compartir con el espectador en la película.