Esta entrevista apareció originalmente en Cartelera Turia, en un número de julio/agosto de 1996. Para ser honesto, no recuerdo gran cosa de la conversación, más allá de la consciencia de estar ante un personaje histórico que había trabajado con infinidad de directores de alto nivel. Al releerla y transcribirla me pregunto por qué no repliqué alguna de sus respuestas. Por ejemplo, cuando compara el cine con las catedrales para argumentar que se trata de una obra colectiva. Hay parte de verdad en el razonamiento, pero la catedral tiene un arquitecto, del mismo modo que la película tiene un director. En todo caso, una oportunidad única de hablar con un gran guionista, fallecido en 2021.

 

Pocas veces resulta tan fácil presentar a alguien. Jean-Claude Carriere, nacido en Francia en 1931, es el responsable de guiones como los de ¡Viva Maria! (Louis Malle, 1965), Taking Off (Milos Forman, 1971), El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1979) o Antonieta (Carlos Saura, 1982). Iniciado en el mundo del cine de la mano de Jacques Tati y colaborador inseparable de Luis Buñuel en Belle de jour (1967), La vía láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto del deseo (1977), Carriere recaló en Valencia unas horas para charlar en el Instituto Francés con aspirantes a guionistas y cinéfilos de pro, que pudieron comprobar en vivo sus excelentes dotes de conversador y disfrutar de un inagotable torrente de anécdotas.

¿Resulta difícil escribir pensando en imágenes cinematográficas?

Se dice que el cine es el arte de la imagen, pero yo no lo creo. Si hay un arte de la imagen es la pintura o la fotografía. El cine utiliza la imagen y el sonido, pero básicamente es un arte dramático. Lo que más importa en la ficción es el interés dramático. Hay un idioma cinematográfico, compuesto de imágenes y sonidos, pero es un arte de yuxtaposición. Es casi un misterio, muy simple, pero que no existe en la literatura, la pintura o la música. Imágenes distintas crean significados, entablan una relación sin necesidad de palabras. El idioma del cine es el montaje, todo el mundo lo sabe, es algo que pertenece real y únicamente al cine.

¿Hasta qué punto se puede influir al escribir un guion en lo que luego hará el director cuando monta?

Para hacer un guion se debe conocer la técnica del cine. Es muy difícil, casi imposible, hacer una película sin cámara, únicamente escribiendo el guion. Por mucho que se intente dar una imagen precisa de lo que se está pensando, siempre hay límites. Cuando se escribe, se debe saber cómo va a insertarse la frase en una secuencia, cuánto tiempo se necesitará, si habrá muchos o pocos figurantes, cómo se hará técnicamente, etc. Un guion es siempre el sueño de una película: tenemos todos los elementos, puedo imaginar los mejores actores, pero después pueden no estar aquí. También se debe saber cuál es el coste de la película, para no caer en la decepción de la escasez del presupuesto. En 1969 escribí Borsalino, con Alain Delon y Jean-Paul Belmondo. Delon era el productor delegado y el dinero era norteamericano. Tres semanas antes de comenzar el rodaje, el dólar se devaluó en un 17%, lo cual quería decir que, de repente, nos faltaba el 17% del presupuesto. Aquel mismo día, Alain Delon vino a mi casa con el director de producción y me dijo: «Mira, si queremos hacer la película, debemos quitar trescientos millones de francos del guion». Es un trabajo técnico porque únicamente el guionista puede hacerlo. Hay que ver qué se puede sacrificar y qué no. Estuve trabajando una noche entera con el director de producción para solucionarlo. Él me iba diciendo lo que costaba cada cosa y yo obraba en consecuencia.

¿Nunca ha sentido ganas de dirigir sus propias películas?

No. Cuando diriges un película eres un director de cine, no puedes hacer otra cosa. Eres director, y tu vida ha terminado. A mí me gusta escribir y publicar libros, trabajar en teatro… Si dirigiera, tendría la necesidad absoluta de renunciar a todo eso. Jean Renoir ha escrito tres o cuatro novelas que me parecen muy buenas, pero jamás nadie habló de Renoir como escritor. Nunca. Es también una cuestión de temperamento, de personalidad. Creo que yo no sería un buen director, porque se necesita una obstinación, una persistencia en la convicción profunda de que se está haciendo la mejor película del mundo, y debe conservarse durante tres o cuatro años. Jean-Paul Rappeneau vive con una película durante cuatro o cinco años, Jacques Tati hacía lo mismo. Se necesita una cierta forma de personalidad que yo no tengo. El papel del guionista no es solamente escribir guiones, sino buscar historias, estar abierto a todo, leer la prensa, saber qué pasa. Es su misión proponer a los productores y directores historias para hacer películas.

¿No ha perjudicado a la figura del guionista la consideración del director como autor si escribe sus propias películas?

No conozco un guionista puro en el mundo, siempre están escribiendo canciones, obras de teatro, novelas… pero podríamos imaginarlo. Seguramente hay cierta frustración. La labor de un guionista necesita talento, trabajo, suerte, pero también humildad. Escribes una obra de manera muy personal sabiendo que al final va a ser la obra de otro, del director, o como mucho de los dos. Es así. Se puede rehusar o aceptar, pero es difícil cuando el guionista tiene 25 o 30 años y es joven. De los 20 a los 30 o 35 años, el deseo de fama y dinero son motores muy importantes que no se deben rechazar, pero después, si un autor trabaja únicamente para engrosar su cuenta corriente, es un autor perdido. El guionista necesita siempre un peligro para trabajar, hasta los 80 años. Un peligro, un riesgo, algo nuevo cada vez. Y, por otra parte, lo más importante debe ser la obra. Una película es una obra colectiva. Lo decía Luis Buñuel: a su juicio, las películas no deberían llevar títulos de crédito para que no se supiera quién las hizo, como las catedrales. Cuando entras en una catedral, alguien hizo las paredes, las columnas, pero el nombre del autor no se sabe.

¿Le sorprendió la consecución del Oscar con El discreto encanto de la burguesía?

Un poco sí. ¿Conoces la famosa broma de Don Luis? Estábamos trabajando en un hotel de la sierra de Guadarrama, donde todo el mundo sabía que nos retirábamos. Después de tres o cuatro días llegaron cuatro periodistas mexicanos. Luis quiso invitarlos a cenar y charlar un poco. Uno de los periodistas comentó: «¿Verdad que vas a conseguir el Oscar por El discreto encanto de la burguesía?» Luis contestó que estaba seguro, porque ya había pagado 25.000 dólares y los americanos son hombres de negocios y de palabra. Comentó que tenía otros 25.000 para después de conseguirlo, como segundo pago. Los periodistas se fueron y, unos días después, apareció toda la historia en un periódico mexicano y se montó un escándalo tremendo. Llamaron desde Hollywood al productor de París, y Luis se excusaba diciendo que había sido una pequeña broma. Unas semanas después, ganó el Oscar y delante de unos periodistas españoles confirmó la broma. Era verdaderamente subversivo, aunque de forma sutil, porque había sugerido que los Oscars se pueden comprar. La nominación de Ese oscuro objeto del deseo también fue una sorpresa. En 1972, Luis fue invitado al festival de Los Ángeles y fui con él. George Cukor, con quien yo había trabajado, me llamó al hotel y me dijo que quería conocer a Luis e invitarlo a cenar. Luis aceptó, cosa rara en él, y cuando llegamos a casa de Cukor aparecieron John Ford, Hitchcock, Mamoulian, Billy Wilder, William Wyler, los grandes directores de Hollywood.

¿Cómo se trabaja con la presión de adaptar una novela? Tengo entendido que Günter Grass dijo que, si no le gustaba la adaptación del guion, no cedería su nombre para El tambor de hojalata.

Es un poco más fácil con los autores muertos (risas), porque reclaman menos, pero he trabajado con Günter, con Kundera, con autores vivos, y cuando conocen el cine es mucho más fácil. Hay que convencer a los novelistas del verdadero placer que supone acercarse al mismo material por otros caminos, con otros medios. Recuerdo que cuando se decidió hacer una película basada en La insoportable levedad del ser, Kundera, a quien conocía hace años, me dijo que era muy interesante, pero diferente a la novela. Comenzó a enviarme cartas para proponer nuevas réplicas que no estaban en el libro. Era un nuevo trabajo para desarrollar nuevas escenas. En el film hay varias réplicas que son de Kundera pero no están en el libro. Con Günter pasó lo mismo en El tambor de hojalata. La cuestión es que no se debe adaptar un libro, sino hacer una película. Son dos cosas diferentes. Si no, haremos un libro ilustrado por imágenes de cine. La película debe buscar su propio lenguaje. Se debe utilizar el mismo material, pero de forma absolutamente diferente. En una novela se puede parar, reflexionar, volver a la página anterior… En una película, no. Con Don Luis, por ejemplo, un productor mexicano nos propuso una o dos veces adaptar Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, que parecía una cosa fácil para Buñuel. Lo intentamos dos veces, tratando de buscar esa película escondida dentro de la novela, pero no pudimos y rehusamos. La rodó John Huston, y a mi juicio y al de Luis no la hizo demasiado bien. Tampoco a Huston le gustó. Hablé con él y me dijo que había cometido una equivocación, porque era casi imposible encontrar un interés dramático en la novela, donde no hay nada excepto una escritura literaria maravillosa, pero trasladarla a una película nos parecía imposible.

¿Existe alguna técnica concreta de adaptación?

Consiste en inventar escenas. Depende del libro y de cómo esté escrito. Recuerdo que hablé con Polanski cuando hizo La semilla del diablo. El libro parecía un guion, estaba escrito de manera muy objetiva. El problema es cuando aparece la introspección, la voz interior. El cine es objetivo, la cámara describe, enseña, está fuera, mientras que en la novela es posible entrar en los estados anímicos, diferentes del comportamiento físico. Bajo el volcán tiene páginas y páginas de estado interior del personaje imposibles de trasladar a imágenes.

¿Trabaja mejor solo?

No, siempre con el director. Es mi ley de trabajo. Eso no quiere decir que el director deba estar siempre conmigo, pero necesito su presencia desde la primera idea, porque al fin y a la postre será su película. No puedo coger el tren en marcha, es casi imposible. Con Milos Forman, Buñuel o Godard era un trabajo permanente, de cada día, viviendo aislados, sin mujeres ni amigos. Es un trabajo de concentración muy duro. Lo importante es conseguir trabajar sobre la propia película antes del rodaje. A veces, en el set se puede ver claramente que el director está haciendo su película, que no es la del guionista, el productor sueña con otra, y los actores están haciendo otra. Incluso se puede ver a dos actores en la misma escena haciendo películas distintas. En un rodaje debe sentirse la concentración, la homogeneidad del equipo. Acabo de terminar una película con Schlöndorff tras un trabajo de adaptación de dos años de la novela de Michel Tournier (se refiere a El ogro), y hemos visto el film por primera vez, sin efectos de sonido, sin música, solo el primer montaje coherente, y se ve que hay algo, un trabajo con fuerza.

¿Cómo armoniza el trabajo entre usted y el director?

Eso es casi imposible de contestar. Es una cuestión de relaciones humanas, de tratar de convencer, de seducir. Luis y yo teníamos derecho de veto, que él utilizaba desde Un perro andaluz. Consistía en evitar la intervención de la razón a la hora de tomar decisiones: había que decir sí o no en menos de tres segundos cuando el otro proponía una idea. Este método proviene de los surrealistas, y no siempre vale, pero a veces funciona. Es muy duro, porque cuando propones algo crees que es bueno, pero con este sistema no puedes defenderlo. Cuando empecé a trabajar con Luis, yo era muy joven y su fama era mundial. Para mí era casi imposible decir que no a una idea suya. Él me enseñó a saber decir que no.

¿Cómo es el trabajo con un director tan peculiar como Godard?

Yo trato de adaptarme siempre al estilo del director. Por ejemplo, con Godard no se escribe nada, no hay papel. Hay una videocámara que me filma hablando solo, luego a los dos conversando, después a él. Poco a poco van saliendo las ideas, pero no hay un guion estructurado, solo algunas notas que yo tomo mirando de soslayo. Admite que nos crucemos cartas, eso sí. Otros directores necesitan precisamente lo contrario, un guion técnico perfecto, con tantas indicaciones que apenas se puede leer, y hay otros, como Buñuel a quienes les gusta muy preciso, pero sin indicaciones técnicas, como si fuera una novela.

¿Se ha quedado con las ganas de trabajar con algún director?

Con Fellini. Pero es que él tenía a Tonino Guerra. A veces, Tonino, que es buen amigo mío, me decía: «Ven a trabajar con Federico». No era necesario, porque ya estaba él, claro, aunque si me hubiera llamado no habría dudado en aceptar. También me gustaría trabajar en una superproducción americana de ciencia ficción. En ese terreno se han realizado algunas cosas interesantes, como Blade Runner o Desafío total, pero creo que les falta algo, y quizá yo podría dárselo. Me encantaría trabajar con Ridley Scott o David Lynch.