La reciente publicación en nuestro país por parte de Anagrama de El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri (aparecido en Argentina en 2019) y de Cómo desaparecer completamente, de Mariana Enríquez (originalmente editado en 2004), pone de manifiesto las dificultades del lector español para mantenerse al corriente de la actualidad y evolución de la literatura latinoamericana en tiempo real. De hecho, es muy posible que si Enríquez no se hubiera convertido en una escritora popular y Fabbri no hubiera quedado finalista del premio Herralde hace dos años, ninguna de las dos novelas hubiera llegado nunca a nuestro mercado.

No son, además, ejemplos aislados. Las Afueras ha sacado este año Prontos, listos, ya (2006), dando a conocer aquí a la escritora y guionista uruguaya Inés Bortagaray, que dispone de libros bastante más recientes, como Cuántas aventuras nos aguardan (2019). Turner tardó relativamente poco en poner en el mercado español la magnífica La comemadre (2010), debut del argentino Roque Larraquy, que llegó en 2014 y sigue siendo la única novela escrita en español seleccionada por el National Book Award for Translated Literature (además de estar publicada en veinte países), pero pasó totalmente desapercibida hasta que Fulgencio Pimentel la recuperó en 2022, tras haber publicado antes La telepatía nacional, escrita una década más tarde. Y sigue sin estar disponible Informe sobre ectoplasma animal, tan original y recomendable como las otras dos.

Pese a los retrasos, pueden considerarse escritores afortunados. Otros no tienen tanta suerte. Barrett sacó Madrid es una mierda, de Martin Rejtman, a propuesta de Patricio Pron, pero no hay nada más disponible en editoriales españolas de un autor que es, además, uno de los nombres fundamentales del cine argentino de los últimos 35 años. Y eso que algunos de sus libros han aparecido en su país de la mano de Random House Mondadori, con lo que al hecho de no tener que traducir el original se suma que el sello editorial está establecido aquí y podría poner los libros al alcance del público con suma facilidad.

Tampoco es un caso único. El de José Agustín es de los que claman al cielo. Figura clave de la literatura de la onda, movimiento contracultural mexicano con origen en los años sesenta, ha publicado con las filiales aztecas de Random House, Seix Barral o Debolsillo, pero es un absoluto desconocido aquí, pese a contar con títulos de referencia como La tumba o De perfil, que no solo demuestran su calidad como escritor, sino que inventan nuevas maneras de utilizar el lenguaje.

 

No hace falta extenderse, la lista es mucho más larga y me estoy ciñendo a autores que me resultan cercanos, seguro una cantidad ínfima en comparación con las decenas que deben sufrir el mismo abandono por parte de la industria editorial española, algunos de ellos igualmente celebrados en su países de origen, como C.E. Feiling, otro argentino, cuya fantástica novela El mal menor solo sigue siendo accesible a través de ediciones latinoamericanas del Fondo de Cultura Económica. Y eso que fue un libro de cabecera para la Enríquez.

Parece que solo si vienen en grupo, como parte de algún fenómeno que traspasa fronteras, pueden llegar con cierta normalidad las novelas a nuestras librerías. Pasó con el boom de los años sesenta y setenta (García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes) y, en los últimos años, con lo que se ha dado en llamar gótico latinoamericano (o gótico andino), protagonizado casi exclusivamente (o sin el casi) por mujeres: la propia Enríquez, Mónica Ojeda (Ecuador), Samantha Schweblin (Argentina), María Fernanda Ampuero (Ecuador), Flor Canosa (Argentina), Liliana Colanzi (Bolivia), Agustina Bazterrica (Argentina), Giovanna Rivero (Bolivia) o Fernanda García Lao (Argentina). El éxito de la etiqueta ha propiciado que aparezcan la mayoría de sus libros en España, aunque sigue quedando material suyo por publicar, como La piel dura, de García Lao. Y aprovechando la coyuntura se ha incluido a veces en la lista a la mexicana Fernanda Melchor, pero sus libros, altamente recomendables, son otra cosa, aunque también dejan al lector con muy mal cuerpo. Y justo es reconocer también que excelentes escritores como el chileno Alejandro Zambra, el mexicano Juan Villoro o el peruano Gustavo Faverón, por poner tres ejemplos, han encontrado su espacio en nuestro mercado, gracias a un merecido reconocimiento crítico y a unas novelas que han sido capaces de conectar con un público no masivo, pero al menos suficiente.

Editoriales del cono sur como Interzona, El Cuenco de Plata, Walden, Criatura, Letra Sudaca, Banda Propia o Eterna Cadencia, por citar solo algunas, están editando un material muy valioso al que cuesta mucho acceder desde España, ya sea porque nadie se preocupa de adquirir los derechos de sus catálogos o porque no cuentan con una distribución normalizada aquí. En el otro extremo, y cuando celebra veinte años de existencia, la argentina Caja Negra parece haber encontrado la fórmula para asentarse en el mercado español. Y menos mal que lo ha hecho: sin ella no tendríamos traducciones al castellano de pensadores tan influyentes como Mark Fisher, McKenzie Wark o Simon Reynolds y de teóricos de la imagen como Harun Farocki, Jean-Luc Godard, Jonas Mekas, Wim Wenders o John Waters. Es uno de esos sellos en los que no hay ni un solo título de relleno, pero hasta que no llegaron ellos no estaban al alcance del lector hispanohablante.

Sorprende el desinterés de muchas editoriales y distribuidoras españolas por lo que sucede en Latinoamérica. Especialmente porque no les falta tiempo para poner los libros en el mercado al otro lado del charco si tienen la ocasión de hacerlo. Las librerías de Buenos Aires, Ciudad de México o Montevideo, por citar tres ciudades que conozco bien, están literalmente anegadas de libros importados desde España. Pero el trabajo recíproco ya es otra historia. Y está mal generalizar, pero ese desinterés parece alcanzar también a una parte del público lector. La prueba es la librería Lata Peinada, que abrió en la cosmopolita Barcelona en 2019, en pleno barrio multicultural del Raval. Su especialidad: autores y autoras latinoamericanos. Ante la dificultad que suponía conseguir determinados títulos solo editados allende el océano, aparecía por fin una solución práctica. Y se las prometían tan felices que al año siguiente abrieron sucursal en Madrid, en Malasaña. A fecha de hoy, la de la capital está cerrada y para mantener la de Barcelona han recurrido a la puesta en marcha de un verkami, siempre mal síntoma.

No quiero pensar en las causas que pueden explicar el desinterés por escritores y escritoras con quienes compartimos lengua (que, además, se enriquece notablemente con sus peculiaridades nacionales) y, por lo tanto, cultura. Prefiero evitar creer en que, tantos siglos, después, continuamos mirando con condescendencia hacia Latinoamérica. Pero lo cierto es que, por desgracia, el mundo editorial no es una excepción.

En el de la música, por ejemplo, se da un caso bastante similar. Latinoamérica ha sido terreno abonado para muchas compañías discográficas españolas que promocionaron a sus artistas para encontrar al otro lado del océano a un público tan receptivo (de nuevo, el idioma une) como apasionado, que en no pocas ocasiones permitió a bandas en horas bajas mantenerse en activo y que cuando aquí no atravesaban su mejor momento, allí se lamían las heridas ante auditorios más que generosos, sin olvidar a artistas que incluso encontraron mejor acogida que en su propio país, como fue el caso del primer Bunbury en solitario, mirado con recelo desde algunos sectores en España, o de Javier Corcobado, que casi siempre ha tenido mayor repercusión en México que aquí. La lista de bandas que se han paseado por Latinoamérica cosechando gran éxito incluye nombres tan dispares como los de Hombres G, Ilegales, La Polla Records o Ska-P.

Por el contrario, esas mismas compañías discográficas multinacionales no han puesto el mismo empeño en que las bandas latinoamericanas llegaran a España. CBS (hoy Sony) puso en circulación en su día algún disco de Soda Stereo o Los Fabulosos Cadillacs, dos nombres totémicos del rock argentino, pero la promoción brilló por su ausencia. En los ochenta, BMG Ariola llevó a cabo la campaña Rock en tu idioma, una serie de recopilatorios que pretendían reunir formaciones de México, Argentina y España y en la que participaron los propios Soda Stereo, Caifanes o Radio Futura. Tuvo mayor repercusión en América que en España, máxime cuando en la década siguiente los grupos españoles que aspiraban a ser mayoritarios decidieron cantar en inglés. Pero es muy probable que fuera el embrión de lo que después se lanzó desde España como Rock en Ñ, con el objetivo de fomentar los conciertos de artistas españoles en el continente americano.

Bien es cierto que bandas como las citadas Soda Stereo o Los Fabulosos Cadillacs no necesitaban al público español. Llenaban estadios en su tierra y para triunfar en España tenían que establecerse aquí (como hizo Julieta Venegas) o venir con mucha frecuencia (caso de Maná). No les hacía falta. Tampoco había festivales en aquellos años, una manera de introducirse más fácilmente en territorios por explorar. Lo saben los españoles que han participado en Vive Latino, y los propios Cadillacs, que, dada su longeva trayectoria, han terminado por comprobarlo también.

Como todo tiene su lado positivo, cuando venían artistas latinoamericanos a España, la población migrante ha tenido la posibilidad de disfrutar de ellos como nunca. Una amiga porteña no podía creerse que iba a ver a Gustavo Cerati en primera fila, cuando recaló en la sala Cormorán de Valencia durante su gira europea de 2006. Un mito absoluto del rock argentino que en su país arrasaba en grandes recintos y aquí actuaba en una sala de apenas mil personas.

 

Como en el caso de la literatura de terror, las compañías trataban de vender paquetes, y lo siguieron haciendo en los noventa. En 1998, el nombre de la gira fue Calaveras y diablitos, tomado de una canción de los Cadillacs, que por fin empezaban a ser reconocidos tras el éxito de Matador (con clip protagonizado por Eusebio Poncela). Junto a ellos, el cartel incluía a los colombianos Aterciopelados y a los mexicanos Julieta Venegas y Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, huracanado combo de infalible directo. Todos ellos, estrellas en sus respectivos lugares de origen. Hubo recopilatorio y algunos conciertos, pero en general se entendió como una iniciativa exótica, que no abrió puertas como se esperaba, aunque seguramente fue por la que se colaron Molotov y lo intentaron, sin llegar a audiencias masivas, Attaque 77, Illya Kuryaki and the Valderramas, La Renga o Bersuit Vergarabat, entre otros.

Retomando el inicio de este texto, en España pocos conocen, por ejemplo, a Callejeros, la banda que actuaba en la sala República Cromañón cuando en 2004 se produjo la catástrofe que rememora Camila Fabbri en su novela El día que apagaron la luz. Fue uno de los grupos asociados a la subcultura rolinga argentina de los ochenta, de la que poco se ha escrito o sabido aquí. Como tampoco del rock chabón. Y, sin embargo, cuando llegaba la modernidad a España tras la muerte de Franco, argentinos como Moris o Ariel Rot y Alejo Stivel, ambos en Tequila, contribuyeron de manera decisiva a mostrar un posible camino para hacer rock and roll en español.

Supongo que, como dice el refrán, la venganza es un plato que se sirve frío, y la ironía en la actualidad es que hay música latinoamericana que llega tan puntualmente a España como al resto de rincones del planeta, porque se ha convertido en un fenómeno global, que arrasa incluso en el mercado anglosajón gracias a una serie de artistas que, ay, no se dedican precisamente al rock, como Karol G, Bad Bunny, J Balvin, Mon Laferte…

En el cine, se han establecido puentes entre ambos lados del charco gracias a las coproducciones. Hace ya muchas décadas que existe una relación fluida en ese sentido, aunque la circulación posterior de las películas no siempre resulta sencilla ni, desde luego, equitativa. La presencia de nombres populares como los de Federico Luppi o Ricardo Darín, apreciados por el público español, ha servido a menudo para que algunos títulos encuentren su lugar en las salas de estreno, pero la cantidad de películas que se quedan por el camino es inmensa. Se nota incluso entre las cinco nominadas al Goya a Película Iberoamericana: A veces, varias de ellas ni siquiera han llegado a los cines. La producción argentina, y en menor medida la mexicana, tienen a veces ese privilegio, pero es complicado encontrar cine de otros países latinoamericanos entre los estrenos semanales, incluso si ha ganado algún premio en festivales internacionales. Pocas copias, pocos pases y escasa permanencia en cartel son la tónica dominante. Del mismo modo, tampoco abunda su presencia en las listas del año cuando los medios especializados hacen recuento de la temporada. Al contrario: si la hay, suele ser testimonial. Y no es por falta de calidad.

Al final, su refugio natural son los festivales, donde es posible mantenerse al día de lo que sucede en el cine en lenguas hispánicas. Los hay especializados, como el de Huelva o la Muestra de Cine Latinoamericano de Cataluña (Lleida), pero en casi todos los de ámbito internacional hay presencia latinoamericana. El de Málaga empezó siendo exclusivamente de cine español, pero en 2016 tuvo el buen criterio de abrirse definitivamente a todo el cine en español, y la crítica coincide en que le ha hecho mucho bien y ha servido para elevar el nivel de calidad medio de las películas en liza cada año. Por su parte, San Sebastián ha sido siempre una de las ventanas más importantes para su entrada en España, y además tiene la sección Horizontes Latinos, que si bien vuelve a recurrir a esa manera ya mencionada de presentar el producto como paquete, es indudable que sirve para añadir títulos de procedencia latinoamericana a los ya presentes en secciones como la oficial o Zabaltegui.

Los festivales, en general, cumplen con su cometido. Pero como las editoriales, los promotores y los sellos discográficos, los distribuidores cinematográficos forman parte de un negocio y, por lo tanto, pretenden obtener beneficios. Si no estrenan más cine latinoamericano se entiende que debe ser por lo mismo por lo que no se publican más discos o libros: porque no es rentable. A no ser que se convierta en fenómeno de temporada. También es cierto que a veces se invierte generosamente en promocionar determinados productos y que si se dedicara el mismo esfuerzo a dar a conocer otros diferentes quizá despertarían el interés de mayores audiencias. Unas inercias problemáticas que relegan injustamente a la producción cultural latinoamericana a un papel testimonial.