Richard Linklater recuerda en Nouvelle Vague (2025), el film donde rememora el proceso de rodaje de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960), que Jean-Luc Godard definió en una ocasión los cortometrajes como anticine. En la película no se da mayor explicación al asunto, así que la frase queda como otra de las tantas boutades del cineasta suizo que salpican el metraje.
Vale la pena, sin embargo, intentar explicar lo que quería decir Godard, quien se refería al hecho indiscutible de que la brevedad connatural del formato corto le impide desarrollar personajes y argumentos con la capacidad de reflexión y complejidad propia del largo. Pero, a su vez, en varios artículos para la revista Cahiers du Cinéma, Godard valoró también el papel del cortometraje como campo de pruebas para los nuevos directores, al que consideraba un entrenamiento necesario antes de acometer proyectos más ambiciosos. Ni que decir tiene que el propio Godard realizaría numerosos cortos a lo largo de su carrera, incluso cuando ya tenía una extensa y reconocida trayectoria en el largo.
Más recientemente, en 2014, Richard Brody se preguntaba en The New Yorker si el cine necesita los cortometrajes. En su artículo recordaba las palabras de Godard y volvía a hacer hincapié en su condición de terreno propicio para las pruebas, los experimentos y la adquisición de experiencia, así como en la posibilidad que ofrecen de utilizar las herramientas del audiovisual sin el grado de compromiso que exige un largo e incluso desafiando su estructura tradicional, sin olvidar su función de incubadora creativa y su papel como parte de la cultura cinematográfica. Brody concluía que los cortometrajes son una parte crucial, a menudo ignorada, del ecosistema cinematográfico, esencial tanto para los cineastas como para los espectadores.
No olvidemos tampoco que algunas de las mejores películas de la historia del cine son cortometrajes: La Jetée (Chris Marker, 1962), The Heart of the World (Guy Maddin, 2000), El globo rojo (Le ballon rouge, Albert Lamorisse, 1956), El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., Buster Keaton, 1924), Scorpio Rising (Kenneth Anger, 1963), Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel, 1929), La sang des bêtes (Georges Franju, 1949), Meshes of the Afternoon (Maya Deren 1943), Cero en conducta (Zéro de conduite, Jean Vigo, 1933), Neighbours (Norman McLaren, 1952), Viaje a la Luna (Le voyage dans la lune, Georges Méliès, 1902), Mothlight (Stan Brakhage, 1963), Una partida de campo (Une partie de campagne, Jean Renoir, 1936), Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1956)… La lista podría ser interminable, y debería incluir también a Peter Kubelka, Jean Rouch, Chuck Jones, Jan Svankmajer, Jean Genet, Ken Jacobs, Charles Chaplin, Tex Avery, Bruce Conner, Ousmane Sembene, Germaine Dulac, Peter Tscherkassky y José Val del Omar, entre muchos otros.
El corto es cine, como se encargan de recordar periódicamente diversas campañas en España. Pero su situación en la industria estatal ha cambiado mucho con el paso del tiempo.
Por motivos profesionales, derivados de mi condición de programador de largometrajes en diferentes festivales, había prestado poca atención al corto en los últimos diez o quince años, pero recientemente he reconectado con el formato por varias circunstancias. Una invitación como jurado al IbizaCineFest me permitió comenzar a pulsar el estado de la cuestión y, de paso, conocer a Samuel Rodríguez, fundador en 2010 (junto a Diego Ruiz) del Festival Itinerante CortoEspaña, y creador, en 2017, de los Premios Fugaz al cortometraje español, en los que me propuso participar como votante, lo que me ha dado la posibilidad de visionar una parte muy importante de la cosecha anual de producciones. Además, tuve también ocasión de hacer una visita al Festival de Alcalá de Henares (Alcine), uno de los más longevos en España especializado en cortos, con 54 ediciones a la espalda. Todo esto, sumado a la oportunidad de ver los candidatos a los Goya mediante la plataforma de la Academia, me ha facilitado hacerme una idea bastante aproximada del panorama del corto español más reciente.
Contaba asimismo con mi (breve) experiencia previa en el formato a nivel práctico, que se reduce a la escritura y dirección de dos cortos: Amadeo, una historia real (2005) y Exterior noche (2007). Como se puede constatar por las fechas, ambos se materializaron con bastante rapidez. En su fase de guion, los dos obtuvieron ayudas del Ministerio de Cultura y una mención en el ya desaparecido Premio Bancaja de Proyectos para Cortometraje. Además, uno de ellos recibió también otro apoyo económico del Ministerio a corto terminado. Es decir, que gozaron de un presupuesto suficiente para poder realizarse sin estrecheces, sobre todo teniendo en cuenta que, en aquellos años, solo los eléctricos cobraban en los cortos. O, al menos, eso es lo que se decía. Yo, desde luego, no vi un duro de aquellas subvenciones. Las ganas de dirigir y la ilusión de meterse en la aventura del cine eran (craso error) suficiente pago. En el caso de actores y otros técnicos, se suponía que les podía reportar beneficios en especie, como participar de otros rodajes pagados una vez llegado el paso al largometraje. Que, en mi caso, nunca se produjo, porque el balance de experiencia no fue tan positivo como esperaba. Extenderse en los motivos daría para otro texto.
Desde entonces, muchas cosas han cambiado, y casi todas a mejor. Ahora, me aseguran, cobra todo el mundo. Como debe ser. Y no se deberían permitir excepciones. También otros asuntos en el entorno que rodea al corto están mucho más profesionalizados. A las distribuidoras pioneras Promofest (fundada en 1992) y Agencia Freak (2000) se han ido sumando muchas otras, entre las que destacan, sin ánimo de ser exhaustivo, Digital 104 (2006), Mailuki (2008), Marvin & Wayne (2009), Banatu Filmak (2010), Films on the Road y Line Up (2012), InOut, Selected Films y MMS (2013) o Yaq (2014). Del mismo modo, tras la temprana creación por parte de la Generalitat en 1986 de la marca Catalan Films para difundir a nivel internacional la producción audiovisual catalana, en 2003 arranca en Euskadi el programa Kimuak, centrado específicamente en la difusión de cortometrajes. En los años siguientes, casi todas las comunidades autónomas han seguido su ejemplo, y así nacen Canarias en Corto, Curts Comunitat Valenciana, Madrid en Corto, Cortometrajes Andaluces, el catálogo de Laboral Cinemateca (Asturias), Film.ar (Aragón), Cantabria en Corto, Quercus (Castilla y León), ShortCat (programa exclusivo para el corto dentro de Catalan Films), Shorts from Galicia, Catálogo Jara (Extremadura) y Navarra Short Zinema.

En 2013 irrumpe la Coordinadora del Cortometraje Español, y en 2017 los ya citados Premios Fugaz. Es evidente que las estructuras profesionales y de difusión del cortometraje han crecido de manera exponencial en las dos últimas décadas. Y, sin embargo, se mantienen algunas carencias difícilmente explicables, como la inexistencia de una Especialidad de Cortometraje en la Academia del Cine Español, solicitada conjuntamente por la Coordinadora, la PNR (Plataforma de Nuevos Realizadores) y Alianza Audiovisual (federación estatal que unifica a los profesionales del sector), pero rechazada, de momento, por la Junta Directiva. Del mismo modo, las bases de la categoría de cortometraje para los Premios Goya distan de estar definidas de manera sólida y cambian casi cada año.
Todos los avances mencionados implican indiscutibles mejoras para el corto, aunque siguen sin solventar su principal problema, que es el del acceso al público. Al margen de los festivales y, ocasionalmente, las filmotecas, ni las salas comerciales de estreno ni las televisiones (que antaño sí lo hacían) programan cortos, lo que redunda en una cierta invisibilidad para el espectador medio. E impide la que, a tenor de todos los movimientos citados, parece ser la aspiración final del sector del cortometraje: equipararse con el largo.
El ya mencionado eslogan «el corto es cine» fue el leitmotiv de algunas intervenciones en los discursos de los Goya de 2023. Pretendía dar un impulso al formato, pero también sonaba a reproche. Como si hubiera quien lo negara. A riesgo de equivocarme, y hasta de soliviantar a algunos, la sensación que se desprende es que el corto busca una legitimación que lo iguale a todos los niveles con el largometraje, lo cual, creo, es imposible. Y no solo eso, sino que además va derivando cada vez más en despojar al corto de su identidad propia, de esa condición que Godard denominaba provocativamente anticine.
Generalizar es peligroso, y el reducto radical que resiste como los galos de la aldea de Astérix y se empeña en que el cortometraje sea un espacio de riesgo, libertad creativa y probaturas narrativas, va a existir siempre, pero el intenso visionado de decenas y decenas de cortos del último año me lleva a concluir que hay una mayoría de títulos cuyo principal objetivo es ser «minilargos», o largos en miniatura. Es decir, que se conciben no como películas autónomas, que es lo que reivindica el sector, sino exclusivamente como paso previo al largometraje.
No es ninguna novedad que un corto crezca hasta transformarse en largo. Hay numerosos casos cercanos, como el de Cerdita (2018), de Carlota Pereda, que pasó por ese proceso en 2022 y tuvo una notable repercusión nacional e internacional. Es un ejemplo entre muchos, pero la sensación es que se está convirtiendo en la tónica general. Javier Marco acaba de hacerlo con A la cara (el corto es de 2020), Guillermo Polo está desarrollando el largo de Videoclub 2001 (corto de este mismo año) y el veterano tándem formado por Moisés Romera y Marisa Crespo está haciendo lo propio con Pálpito (también de 2025), mientras que Clàudia Cedó, directora de De sucre (2024), basado en su obra de teatro Mare de sucre, ya está trabajando en una adaptación en largo de la misma. También Semillas de kivu (Néstor López y Carlos Valle Casas, 2024), último ganador del Goya en la categoría de corto documental, está en proceso de mutar en largo. Y la actriz y directora Vanesa Romero se encuentra convirtiendo el corto Sexo a los 70 (2025) en serie de televisión. La mayoría de los títulos mencionados afectan a cineastas y productoras valencianas, pero no creo que se trate de un virus autonómico, sino generalizado. Y conlleva evidentes riesgos: Hay historias que no dan para más, y estirarlas de manera forzada puede dar como resultado un film reiterativo o que se pierda en subtramas y añadidos innecesarios.
Otro de los síntomas que parece buscar la equiparación del corto con el largo es el nivel de producción que ha alcanzado en los últimos tiempos. Se hacen cortometrajes que son auténticas superproducciones, plagados de actores de renombre, con un despliegue de medios espectacular y unos presupuestos impensables hace una década. Por supuesto, no se trata de que el corto deba funcionar en precario, y las ayudas y subvenciones nacionales y autonómicas permiten disponer, cada vez más, de mayores y mejores medios, pero quizá eso también deriva en que se planteen de otro modo. Al habla con una experimentada productora de cortometrajes, comenta que le chirría «el modelo de laboratorios que se está implantando y que prolonga los procesos de financiación. Antes todo era más fácil, con un par de ayudas hacías un presupuesto». Y, añadimos, te ponías a rodar. Hoy se conciben cortos cuyo proceso de producción se prolonga durante años.
Hace poco, en una mesa redonda sobre el tema, escuché decir a otro productor que se pasaba más tiempo cuadrando tablas que preparando el rodaje. Las ayudas son imprescindibles para sacar adelante las películas, pero funcionan mediante un sistema de puntos que, sin duda, «tiene muchas ventajas, pero en ocasiones da la impresión de que se diseñan los proyectos delante del Excel y se reúnen equipos de manera poco orgánica, que es lo que ya está pasando en las ayudas selectivas para largometrajes. Siento que no es positivo para ese espíritu punk del corto como lugar de experimentación y de creación libre, no pautada por el marco de las puntuaciones».
Unas puntuaciones que, se admita o no, también condicionan los contenidos de los cortometrajes (y de los largos), con abundancia de guiones centrados en temas de agenda social que a veces parecen más preocupados en seguir a pies juntillas los requisitos necesarios para obtener la cifra que permita llevar el rodaje a término, que de responder realmente a los verdaderos intereses de los escritores o directores. Y lo curioso es que «todo esto esté pasando en un momento en que rodar es más accesible que nunca. No es como antes, que filmabas un corto en 16mm y tenías que inflarlo a 35mm para poder proyectarlo o distribuirlo en un festival. Todo es mucho más fácil y barato, y sin embargo los costes van en aumento, sueldos al margen, porque es muy positivo que ya no se estile lo de no remunerar o lo de hacer trampas con los créditos para no tener que dar de alta a parte del equipo», desliza también.
El mundo del corto ha cambiado incluso en lo tocante a su espacio de difusión natural: los festivales. A diferencia de lo que sucedía tiempo atrás, cuando apenas cinco o seis títulos concentraban más de cien selecciones y una importante cantidad de premios, actualmente los criterios parecen haber cambiado. Los tiempos en que Física II (Daniel Sánchez Arévalo, 2004) o El ataque de los robots de Nebulosa-5 (Chema García Ibarra, 2008), por citar dos bien conocidos y exitosos, estaban en todos los certámenes nacionales, parecen haber pasado a mejor vida, y actualmente se aprecia «una política que pasa por intentar valorar los estrenos y hacer selecciones diferentes. No es malo que no exista esa concentración, pero la diferencia es que actualmente las cuantías económicas de los premios han bajado muchísimo o, directamente, han desaparecido». Otro cambio, esta vez a peor, que también es importante tener en cuenta.
Quizá sea poco realista alinearse a estas alturas con Godard y continuar pensando en el corto como un fin en sí mismo. Las escuelas de cine que existen en España no son precisamente baratas, lo que además de mantener un evidente sesgo de clase en el futuro de la industria, de alguna forma obliga a los egresados a tratar cuanto antes de vivir de su trabajo y, por tanto, a dedicarse más pronto que tarde al largometraje, pero el romanticismo siempre estará del lado de los francotiradores.