Texto escrito con motivo de la presentación de la segunda novela de Elisa Ferrer en la librería Bangarang de Valencia, nunca publicado anteriormente.

 

Todos conocemos la famosa frase que dice que no se debe juzgar un libro por su portada. Su origen se remonta a 1860, a la novela ‘El molino del Floss’, de George Eliot, donde el personaje del Sr. Tulliver utiliza la frase al hablar de ‘La historia del diablo’, de Daniel Defoe, y dice que estaba bellamente encuadernada. Esta información la he buscado en Wikipedia, si dijera que conocía el origen de la anécdota estaría mintiendo. O, al menos, no estaría contando toda la verdad. Y de eso, de no decir toda la verdad, va esta historia. La historia es tan maravillosa que, además, contiene otra mentira: George Eliot es, en realidad, la escritora Mary Ann Evans, que usó ese seudónimo masculino para asegurarse de que su trabajo fuera tomado en serio. Era finales del siglo XIX, hace una eternidad, pero a principios del XXI aún se publican artículos que hacen eso, precisamente: no tomar en serio a las mujeres que escriben.

Retomando el tema: Hablaba de no decir toda la verdad. Y de juzgar por las apariencias. Así que echemos un vistazo a la portada de “El holandés”, la segunda novela de Elisa Ferrer, que es lo que hoy nos convoca. Se trata de un collage fotográfico de Óscar Tusquets y Eva Blanch con una imagen de Benidorm. Vista desde cierta distancia parece una foto normal de la ciudad, con esos inconfundibles rascacielos que encarnan en acero y cemento el boom urbanístico de la costa alicantina. Sin embargo, si nos acercamos a la imagen veremos que está compuesta de varias instantáneas superpuestas, y que esos edificios, en realidad, no están rectos, sino que se quiebran ligeramente. En definitiva: que la imagen no es lo que parece. 

“El holandés”, la novela, tampoco. Todavía en la cubierta, la faja promocional dice: “Un timo de altos vuelos en el Benidorm de los años ochenta”. Otra pequeña mentira. Porque sí, claro que el libro cuenta ese timo, pero como sucede con la foto, si nos aproximamos y observamos de cerca, hay algo más. Algo que la convierte en otra cosa, con un significado distinto. Elisa se va a recorrer todos los festivales de novela negra de España, estoy seguro, pero “El holandés” no es una simple historia de estafas. Es mucho más. Las tres citas que abren el libro son importantes para situarlo en su contexto: Una de Sylvia Plath, que descubrió Benidorm en 1956, durante su luna de miel; otra de ‘Los Soprano’, la famosa serie que revolucionó nuestro concepto de sobre las familias mafiosas; y la última, quizá las más significativa, de Orson Welles en “Fraude”, un prodigioso artefacto cinematográfico sobre la verdad, la mentira y la relatividad de ambas.

Porque ’El holandés’, al que nadie llama así en todo el libro (otra pequeña mentira más), se basa en un personaje real, sí, pero no estamos ante una novela biográfica. Por momentos, de hecho, estaríamos más cerca del género picaresco, en este relato de las andanzas de un timador con don de gentes y mucha caradura. Rafael, el protagonista (tampoco es su verdadero nombre, por supuesto), es un tipo que seduce y repele por igual, y nunca sabremos (si es que nos importa) cuánto de verdad hay en el perfil que de él traza Elisa Ferrer, porque no es ese el objetivo. Se trata de dejarse llevar de su mano por un Benidorm en pleno desarrollismo donde todo el mundo quiere sacar tajada, pero también por una Utrecht por la que se prolongan los negocios turbios de un personaje incómodo, pagado de sí mismo, que si resulta creíble no es porque existió (existe) en realidad, sino porque Elisa es capaz de hacerlo carne a través de las palabras. Y eso no se llama crónica, ni biografía, ni novela negra. Eso se llama ficción. Eso se llama literatura.

Y si mentía la faja es, también, porque «El holandés» no es solo la historia de Rafael, contada en tercera persona. Es, además, la historia de Alba, contada en primera persona. Y si Rafael no era el Rafael real (a saber cuál es su verdadero nombre), Alba tampoco es Elisa, aunque sea una escritora que pasó por la experiencia audiovisual, como tampoco era la Nuria de «Temporada de avispas», pese a que también pudiera compartir rasgos con ella. Si se me permite la broma, todo lo que hay de autoficción en «El holandés» se reduce a los momentos en que, dentro de la ficción, los personajes viajan en auto.

Y por eso, porque ‘El holandés’ no es solo la historia de Rafael, la novela se puede permitir una pirueta gloriosa que le da otra dimensión, en la que personaje y autora (en realidad, también personaje) acaban discutiendo el contenido del que se supone que es el libro que el lector tiene en las manos. Si se me permite el paralelismo cinematográfico, «El holandés» se convierte entonces en uno de esos documentales de Leon Siminiani (búsquenlos si no los conocen) que tampoco son documentales, porque se diluyen las fronteras entre realidad y ficción, entre personas y personajes, entre narrador objetivo y astuto demiurgo, y también, por supuesto, entre lector pasivo y participante activo. En esas interferencias tan estimulantes es donde crece la novela y la figura como escritora de Elisa, más allá de la apasionante historia de un timador de medio pelo, que te atrapa desde su aparición en el libro y no te suelta hasta que llegas a la última página y te preguntas qué será de él. Y de Alba.