El 11 de mayo de 2023, en el marco del Observatori Cultural de la Universitat de València y por iniciativa de Raúl Abeledo, participé como moderador en una mesa redonda titulada ‘Cultura del rock and roll’, que se presentaba del siguiente modo: «La promoción y desarrollo de la industria musical del territorio valenciano es posible gracias a la participación de diversos agentes del ecosistema cultural local. Su interacción y colaboración logra trascender los aspectos puramente artísticos para impactar en asuntos económicos y sociales». La intención del encuentro era «identificar los principales desafíos que han sorteado las personas responsables de tres emblemáticos proyectos: el festival autogestionado Funtastic Dracula Carnival, con 18 años de trayectoria; la sala 16 Toneladas, que anualmente programa más de 200 conciertos; y el sello y distribuidora independiente del underground local, Flexidiscos». Participaron, por tanto, Paloma Borbone (co-directora y CEO del Funtastic Dracula Carnival), José de Rueda (gerente y programador de 16 Toneladas) y Óscar Mezquita (músico y responsable de Flexidiscos). Algún tiempo después, Raúl me pidió un texto donde se recogieran mis impresiones en torno al tema y a las cuestiones que se habían abordado aquella tarde, que apareció publicado a principios de 2025 en el volumen colectivo Reflexiones, experiencias y prácticas sobre la gestión cultural contemporánea, de acceso libre y gratuito aquí. La foto que ilustra el artículo ha sido cedida por Liberto Peiró.

 

Cultura del rock and roll. Autogestión de la industria musical en València

Desde una perspectiva histórica, describir el panorama musical valenciano recurriendo al concepto de autogestión casi podría ser considerado una tautología. En un país como España, donde el desarrollo de las industrias culturales se define por una precariedad congénita, plantear la posibilidad de existencia de una escena articulada, consolidada a través del tiempo y en evolución constante y progresiva desde un contexto geográfico periférico como el valenciano, alejado de los centros de producción y de poder económico, es una entelequia. De ahí que, más que una opción, la autogestión haya sido siempre la única posibilidad de supervivencia, especialmente en el caso de la cultura del rock and roll, considerada residual desde muchos ámbitos, de las administraciones públicas a los medios de comunicación.

En buena medida, las subculturas (y el rock and roll lo es) se generan y desarrollan por debajo de la superficie, al nivel de la capa freática social, y por tanto su posibilidad de intervención en su entorno es relativa y se circunscribe a círculos minoritarios, a veces voluntariamente al margen de la denominada cultura oficial, a la que pertenecen, por ejemplo, los grandes festivales de música, lucrativos negocios en manos de grandes empresas (y, cada vez más, de fondos de inversión internacionales) que tienen un impacto económico fuera de duda, especialmente a nivel turístico y de consumo, pero cuya filosofía de funcionamiento, e incluso su perfil ideológico turbocapitalista, poco tiene que ver con el trabajo de base que practican los pequeños sellos discográficos independientes, las salas de conciertos con aforos por debajo de las 500 personas, las bandas integradas por músicos aficionados (más del 90% de las que conforman cada escena) o espacios alternativos como los centros sociales.

Resulta complicado calcular la importancia de la escena rock valenciana en relación con el desarrollo cultural, social, cultural, económico u ocupacional de la ciudad. Probablemente, el informe anual de la Fundación Contemporánea sobre el estado de la cultura en España no es el indicador más fiable al que recurrir, ya que se elabora sin rigor alguno, desde un celoso anonimato e ignorando cifras y datos cuantificables, pero es el único existente, y en el caso de la Comunitat Valenciana sus resultados ponen en evidencia la irrelevancia de las músicas populares. Ni siquiera grandes festivales como el FIB o el Rototom aparecen en un listado de eventos e instituciones copado por los organismos culturales oficiales, especialmente museos y teatros. Si aparece un auditorio, se dedica a la denominada “música culta”. Que esos espacios alberguen de manera puntual algunos espectáculos relacionados con el pop o el rock, generalmente protagonizados por artistas de alcance mayoritario, no deja de resultar anecdótico. El impacto de una escena autogestionaria y de dimensiones reducidas no se mide por su influencia en el PIB o la monetización de su aparición en los medios (cuyas páginas suelen estar copadas por los eventos que pagan para ser visibilizados), sino por intangibles como el grado de bienestar que produce en sus consumidores o las pequeñas redes de complicidades que genera.

Porque el ecosistema existe. Desde hace décadas. Y, de algún modo, es un reflejo a escala menor de la gran industria cultural. Sin ánimo de ser exhaustivos, donde por un lado se cuantifican los espectadores que acuden a un pabellón deportivo, un estadio o el recinto de un gran festival, por otro aparecen los bares con un pequeño escenario y los locales de capacidad media, auténtica cantera en la que se foguean y dan sus primeros pasos proyectos sonoros que, con el tiempo, pueden llegar a consolidarse y, en muy raras ocasiones, incluso dar el salto a audiencias mayoritarias. En València, Loco Club y 16 Toneladas, pero también Peter Rock, El Volander, Black Note, Rock City, Tulsa, La Casa de la Mar, La Residencia… Lugares que han tomado el relevo a los que ya en los años setenta y, sobre todo, a partir de los ochenta, comenzaron a articular la geografía del directo en la ciudad: Planta Baja, Gasolinera, Bésame Mucho, Babia y un largo etc. cuyo modo de funcionamiento ha variado poco con el devenir de los años.

De la misma manera, donde las sucursales nacionales de las tres marcas convertidas en monopolio controlan la práctica totalidad del negocio discográfico global (si todavía se le puede llamar negocio a la publicación de música en formato físico), en València existieron Citra o Ediciones Milagrosas en los ochenta, y actualmente continúan funcionando, entre otras, Flexidiscos (que temporalmente también fue tienda física), Bonavena o Discos Mascarpone, que supone una anomalía en toda regla, ya que edita en casete, un formato desterrado hace décadas del uso común por la gran industria.

Lo mismo sucede con los promotores. Junto a los que solo organizan festivales o eventos en grandes recintos, algunos de ellos viejos dinosaurios que llevan varias décadas en el negocio, existe algún ejemplo de clase media que ha sobrevivido con tesón, honradez y esfuerzo hasta conseguir estabilizar su funcionamiento como empresa (el caso paradigmático es Tranquilo Música) y multitud de pequeñas iniciativas que organizan conciertos y otras actividades de manera ocasional, desde colectivos autónomos hasta pequeños emprendedores que invierten el esfuerzo personal en poner en pie ideas de éxito tan incontestable (agota entradas en apenas minutos, asiste público de varios continentes) como el Funtastic Dracula Carnival, levantado a pulso cada temporada por los insobornables Paloma Borbone y Sr. Varo, ambos veteranos de muchas otras lides (bandas, bares musicales, DJ’s, etc.).

La lista podría seguir con los festivales autogestionarios que aúnan ilustración, música y otras disciplinas, o con los medios independientes, que no son los digitales ni los que se dicen al margen de los generalistas, sino aquellos, muy escasos, que no condicionan sus contenidos a los ingresos publicitarios. Y, por supuesto, last but not least, como se suele decir, con las bandas, la auténtica materia prima de una escena que se denomina rock por un motivo, y ese no es otro que su origen y esencia musicales. Un buen número de personas (seguramente, varios miles) que siguen, contra viento y marea, poniendo en marcha grupos, tratando de tocar en directo en las condiciones que sea y declarándose músicos aunque, en el 99% de los casos, se dediquen a otra cosa y lo de subirse al escenario sea meramente vocacional y con frecuencia no cubra ni los gastos. Ese definirse como músico, más allá de resultar más cool que hacerlo como tornero fresador, dice mucho del componente aspiracional de sus esfuerzos. Es una manera breve de resumir una cruda realidad: «Me gustaría ganarme la vida como artista, pero es inviable y de momento trabajo como profesor, hornero o celador, hasta que llegue el día en que uno de mis discos obtenga cierta repercusión y pueda abandonar ese empleo para dedicarme totalmente a la música, mi verdadera pasión». Pocos lo consiguen; casi ninguno, en realidad.

Así pues, nos encontramos con la existencia de un ecosistema cultural que replica el oficial, pero que funciona de manera paralela, subterránea. Que resulta complicado de cuantificar atendiendo a su impacto económico residual, pero que, como diría Galileo, “sin embargo, se mueve”. ¿Cómo detectar ese movimiento? La única forma de hacerlo es a pie de calle. Asumiendo que cada iniciativa puesta en marcha desde la autogestión no tiene como objetivo influir en el PIB sino crear redes. A veces, simplemente en el pequeño radio de acción de su barrio. Ejemplos como los de Iniciativa Dàhlia (Mislata) o Sankofa (Patraix) quizá solo encajan de manera tangencial en el concepto de cultura rock, pero acogen actuaciones en directo entre las numerosas actividades que organizan, que pueden ir desde charlas y debates hasta cursos de yoga, clubs de lectura, comidas de hermandad, rifas solidarias, espectáculos de microteatro, talleres infantiles y para adultos… Es decir, comparten una filosofía de trabajo, unos modos de funcionamiento y un público potencial muy similares, cercanos también a los de los históricos ateneos libertarios y otras organizaciones ciudadanas que funcionan voluntariamente al margen de la oficialidad.

Si existe una característica común a todas las iniciativas que conforman la escena es su ética del trabajo, que no conviene romantizar. El underground es un territorio en el que los objetivos se obtienen con la suma de voluntades, y se presupone un ideario más o menos afín entre todos aquellos que lo integran, lo que no significa que funcione como un ejército de un solo hombre. El debate es un signo de vida en el seno de los colectivos autogestionarios, y de la confrontación de ideas surge también la discrepancia en los modos de gestión. Un local de conciertos alternativo como La Residencia, por ejemplo, funciona como un centro social, pero está muy lejos de aquellos míticos squats londinenses donde se gestó el movimiento social y cultural del punk. El colectivo que lo mantiene y programa acepta religiosamente pagar un alquiler mensual y así se evita complicaciones no deseadas, aunque algunos de sus miembros no se sientan cómodos ante la situación.

Tampoco los sellos minúsculos que apenas logran recuperar la inversión realizada piensan en un concepto como el pago de royalties. Partiendo de la base de que muchas veces son los propios grupos quienes se financian la edición de los discos, el objetivo principal es la recuperación de la inversión, y no siempre se consigue. Los derechos de autor, mejor ni mencionarlos. Circula una leyenda en la escena valenciana que conviene interpretar como tal, pero que se basa en hechos reales. Cuenta que, años atrás, en una conversación informal, un empleado de SGAE estuvo hablando con uno de los componentes de Obrint Pas, que ya por entonces era un grupo de importante éxito popular y con un discurso ideológico en abierta oposición de una organización cuya gestión siempre se ha considerado, cuanto menos, turbia (a la hemeroteca nos remitimos). El trabajador de SGAE le hizo un cálculo aproximado al músico de la cantidad de dinero que, en consonancia con sus ventas y su capacidad de convocatoria en directo, la banda estaba dejando de percibir por no estar asociada. Tras conocer la cifra, al día siguiente el grupo estaba en las oficinas de la entidad dándose de alta. Obviamente, de ser cierta la historia, estaban reclamando el dinero que les correspondía de manera legítima. Pero la moraleja de la historia es que resulta muy difícil desarrollar una carrera profesional al margen del sistema. Habrá quien lo vea como una manera de sacar partido de él; habrá quien piense que es una claudicación.

Fuera del radar

La gestión de la autogestión, he ahí el dilema. Especialmente si entre los objetivos está el de crecer. Volviendo al Funtastic Dracula Carnival, una de las claves de su éxito es, precisamente, su negativa a crecer. La velocidad a la que se venden las entradas cada año, así como la gran cantidad de gente que se queda en lista de espera en cuanto se agotan, podría hacer caer a sus organizadores en la tentación de buscar un recinto más grande, poner a la venta más tickets y obtener más beneficio. Pero sería en contra de la filosofía que vio nacer el festival, y en detrimento de la comodidad de los asistentes, lo que supondría poner la primera piedra en una escalada de límites desconocidos. Sin embargo, no siempre es fácil mantener convicciones tan sólidas. Para una banda, por ejemplo, recibir una oferta de un sello discográfico, sin que sea necesariamente una multinacional, no solo puede suponer un cierto desahogo económico, sino también la posibilidad de poder dedicarse a componer y ensayar, en lugar de invertir gran parte de su tiempo en buscar conciertos, contactar con promotores y salas, mantener informados de sus actividades a los medios, alquilar furgonetas, tratar de cobrar cuando la noche no va tan bien como se preveía, contactar con la fábrica de prensaje de vinilos, rellenar los impresos necesarios para la operación y un etcétera casi interminable que, en todo caso, seguirá incluyendo pagar el estudio, porque salvo excepciones, la grabación sigue corriendo por cuenta del grupo. Y esas excepciones a menudo vienen con trampa capitalista asociada, como fue el caso de un sello valenciano que, para alborozo de las bandas, se prestaba generosamente a sufragar el estudio de grabación, pero tenía sus buenas razones: el responsable de la pequeña discográfica se lo podía permitir, ya que lo compensaba con las ganancias que obtenía colocando muchos de los ejemplares de sus cortas tiradas a precios desorbitados en páginas internacionales de compraventa de vinilos de culto, anunciando extreme rare psychedelic limited editions y otras tretas. Pura especulación disfrazada de coleccionismo que, todo hay que decirlo, no hacía daño a nadie y dejaba a todos contentos, especialmente al freak japonés que pagaba un potosí por un LP que nadie más poseía en su ciudad. Sí, la autogestión también era esto.

Cualquier estrategia es lícita para sobrevivir en un territorio en el que la dialéctica entre profesionalización y amateurismo es una constante, y donde factores intangibles como la pasión no son monetizables. De ahí la importancia del asociacionismo, la creación de redes y la fidelización del público. En un ámbito como el de la autogestión, resulta tan crucial saber lo que se quiere hacer como lo que no se quiere hacer. Y, en ese sentido, no siempre es fácil articular la escena, porque no siempre todos los intereses implicados en ella coinciden.

¿Y las instituciones? ¿Qué papel juegan en la ecuación? El dinero público es de todos, o al menos esa es la teoría. No obstante, una escena musical que, por su propia naturaleza, siente que no encaja en la corriente general y se sitúa de manera vocacional en los márgenes, mira a la cultura oficial y a las administraciones públicas desde la desconfianza, marcando las distancias. El dinero público casi nunca ha sido una opción, en tanto en cuanto tradicionalmente se ha considerado que puede mediatizar el producto final, ya sea para hacer más accesible (es decir, comercial) el sonido de un disco o para incluir determinados artistas en el cartel de un festival o sala. La sombra de la sospecha también ha sobrevolado de manera reiterada los concursos organizados por las instituciones. Y, durante décadas, esos concursos fueron la única fórmula pública en apoyo a las músicas populares, lo que tampoco dice mucho a favor de los responsables políticos de asuntos culturales. Del mismo modo, tampoco ha sido eficaz la implementación posterior de subvenciones a la grabación, producción, edición o giras, que han recaído con demasiada frecuencia en propuestas amables, estandarizadas o poco proclives al riesgo, lo que ha generado recelos desde sectores menos acomodaticios y más cercanos a planteamientos contraculturales, que suelen dar por imposible el acceso a tales ayudas, o que directamente las desprecian. A la dificultad para obtenerlas se suman, además, otros factores, que van desde el desconocimiento sobre las propias convocatorias, publicadas en boletines oficiales, al laberinto burocrático que suponen, sin olvidar que conllevan exigencias que a menudo resultan imposibles de cumplir, ya que muchas iniciativas autogestionarias carecen por completo de los requisitos legales necesarios para acceder a ellas (constitución como empresa, alta en el régimen de autónomos, etc.).

Así y todo, la existencia de determinadas políticas (tanto desde gobiernos de izquierdas como de derechas) destinadas a repartir ayudas a granel y con escaso criterio entre todo tipo de asociaciones relacionadas con la cultura (cuantas más reciben, menos quejas) han permitido desarrollar iniciativas de otro modo inviables, que no pocas veces han hecho cambiar radicalmente de opinión a auténticos militantes de base del underground. Son varios los casos en València de posturas abiertamente críticas con las instituciones que, llegado el momento, han recibido la correspondiente subvención y se han deshecho en elogios hacia las autoridades, utilizando las redes para etiquetar al gestor político de turno. Cuando firmaron suculentos contratos con CBS/Sony, bandas como The Clash o Rage Against The Machine también declararon que iban a dinamitar el sistema desde dentro. Ya sabemos qué pasó con toda aquella dinamita.

Desde algunos sectores se plantea que, si las ayudas directas no funcionan o distan de obtener consenso general, al menos se limiten las trabas (legales, administrativas) para el desarrollo de una escena alternativa. Mientras la música desaparece paulatinamente del espacio público y los tiempos en que organizar conciertos en la calle se han perdido en el olvido, empresas de carácter multidisciplinar (comunicación, organización de conciertos, audiovisual), vinculadas con la escena y que parecen creadas expresamente con el objetivo de aprovechar las oportunidades que brinda la administración, obtienen acceso el espacio público organizando ciclos de conciertos gratuitos que privatizan en beneficio propio (y de las marcas comerciales, que también hacen sus aportaciones económicas) parques y otros enclaves urbanos en aras de una supuesta democratización de la cultura que, además, afecta al circuito estable de salas, ya que la disponibilidad de dinero público permite pagar unos cachés con los que los locales de pequeño aforo no tienen posibilidad de competir. A las bandas y sus representantes no parece afectarles la situación, y admiten que prefieren el pájaro en mano, aunque implique actuar en condiciones de sonido mermadas y ante un público casual que a menudo no sabe ni a quién tiene enfrente. Crear redes implica establecer unos parámetros solidarios que saltan por los aires cuando se ponen en juego otros intereses. De ahí la dificultad de articular una escena sólida. Sin olvidar un proceso que podríamos denominar «gentrificación del gusto» y que se extiende cada vez más, precisamente entre comunidades que hacen gala de distinguirse de las mayorías acríticas. Dicho de otro modo: Existe un alto riesgo de convertir los movimientos nacidos como culturas de resistencia en ghettos de pedigrí exclusivista. En ese sentido, resulta interesante estudiar hasta qué punto las escenas alternativas reproducen a pequeña escala los vicios del mainstream.

Otro de los problemas que afectan al modelo autogestionario de la cultura del rock, se ha dicho al comienzo, es la cronificación de su condición precaria, convertida en uno de sus elementos definitorios. No es extraño (más bien resulta habitual) encontrarse con integrantes de bandas, colectivos y asociaciones que diversifican su actividad por necesidad, en permanente función multitask (dicho así, en inglés, parece más glamuroso de lo que es en realidad). Resulta de lo más común que un músico combine su militancia en uno o varios grupos con trabajos de tatuador, ilustrador y dibujante de cómics. O que otro, militando igualmente en más de una banda, se dedique además al diseño y la serigrafía. Los hay que tocan, editan y ejercen como runners. Y así sucesivamente. La tentación, una vez más, de romantizar esa precariedad, es evidente: Es gente que, en cualquier caso, se dedica a actividades creativas, que se rige por sus propios horarios y además disfruta con lo que hace. ¿Qué más quieren? En la trastienda las cosas son diferentes, claro.

¿Y qué pasa con el público? ¿Qué papel juega en todo esto? Cualquier iniciativa cultural carece de sentido sin él. Con más razón, si cabe, cuando se trata de propuestas de carácter minoritario, marginal o de riesgo, alejadas de la corriente general. Desde ese punto de vista, el público juega un papel activo a la hora de apoyar y sostener la escena. Y si la solidaridad entre diferentes colectivos resulta a menudo débil (una de las quejas sistemáticas que se pueden escuchar en algunos sectores), cuando la responsabilidad de supervivencia de determinadas iniciativas depende de la respuesta del público, el asunto se complica. No solo porque la curiosidad por nuevas propuestas que se le debería presuponer brilla generalmente por su ausencia, sino porque, además, se ha instalado en una posición cómoda, no intervencionista y acrítica, seguramente propiciada por la abundancia de eventos de carácter gratuito, que hace muy difícil sacar adelante proyectos con un mínimo de riesgo económico. Se ha convertido en un hecho demasiado frecuente encontrarse con un perfil de espectador que se sitúa en el eje de la modernidad y supuestamente se alinea con la cultura extraoficial, que no tiene reparo alguno en pagar abonos de festival a precio desorbitado, consumiciones (y otros estimulantes) a un alto precio de mercado, llevar su cuerpo decorado por decenas de tatuajes (no precisamente baratos) y vestir chic, pero al que le cuesta lo indecible pagar una entrada de precio testimonial en un concierto alternativo. Pero si el evento es gratis, no duden que se lo encontrarán en el espacio público de turno, luciendo una brillante sonrisa de red social y con una cerveza de la marca patrocinadora en la mano. Son, también, los que más lamentan la desaparición de espacios alternativos, de bandas a las que nunca han comprado un disco o de locales que dinamizaban la vida cultural de la ciudad, pero que rara vez habían pisado.

Si el panorama no parece excesivamente halagüeño es porque, efectivamente, no lo es. Son los francotiradores quienes, contra viento y marea, siguen empeñados en continuar adelante y aunar esfuerzos y voluntades que, algunas veces, confluyen en proyectos sostenibles. Se diría que tal situación debería también despertar una cierta conciencia política en la escena, pero tratar de definirla tampoco es tarea fácil. Situarse al margen significa en muchos casos pasar lo menos posible por el aro, tratar de orillar al sistema, y si bien a veces es imposible (una sala, por ejemplo, debe tener permisos y pagar impuestos para poder abrir sus puertas), la organización comunitaria se decanta hacia una ideología difusa, de tintes nihilistas, que muchas veces se traduce en el abstencionismo como medio de rechazo al status quo político. Desde ese punto de vista, y con excepciones notables (el marcado carácter ideológico de muchos grupos que utilizan el valenciano como vehículo de expresión), el rock no se ha caracterizado por su actitud de confrontación. Una afirmación que puede resultar controvertida y que, sin ánimo exhaustivo, pasamos a tratar de explicar desde una perspectiva histórica.

Desde sus orígenes, en los Estados Unidos de mediados de los años cincuenta, el rock and roll ha formado parte indisoluble de la cultura del consumo. Es, de hecho, un producto inequívoco de la sociedad capitalista. Una gigantesca y poderosa industria del ocio, exportada además con éxito a nivel global, que consigue, rizando el rizo, ser contemplada desde amplios sectores como un modelo de rebeldía y de enfrentamiento con el sistema. Quizá, durante quince minutos, lo fue. Los lúbricos movimientos de cadera de Elvis que escandalizaron a la pacata clase media estadounidense iban acompañados de un sonido que algunos calificaban como música del diablo, pero no porque Satanás fuera a personarse en la Tierra para llevarse al infierno a sus tiernos hijos adolescentes, sino porque aquellas canciones y bailes eran la consecuencia de una confluencia cultural definitiva entre la sociedad blanca y la afroamericana, por entonces todavía marginalizada (carente de derechos civiles, sin ir más lejos). Un terremoto social de escala reducida, porque al fin y al cabo también significaba que tanto unos como otros eran potenciales clientes de la industria discográfica (y, de inmediato, la cinematográfica, que sacaría excelente rédito del fenómeno del rock and roll).

Por supuesto que, a largo de la historia, el rock and roll, en sus muchas y muy diferentes encarnaciones, ha acompañado movimientos sociales, ha generado figuras icónicas del siglo XX (de John Lennon a Bob Marley) y ha encarnado el descontento de diversas generaciones: los hippies, los punks, los rastas, los b-boys, los clubbers e incluso las feministas (al menos, las de los años noventa) no se entienden sin su banda sonora preceptiva. Siempre grabada, empaquetada y puesta en los centros comerciales por grandes corporaciones multinacionales. Los escasos resquicios que dejan son aquellos por los que la autogestión (¿hay que recordar el famoso do it yourself del punk?) se cuela para explorar la posibilidad de una realidad alternativa. Y eso, de facto, es un hecho político. Otra cosa es cómo se articula. Y ahí es más fácil encontrar posturas personales que movimientos con fundamento teórico. Y, cuando lo tienen, se convierten en objeto de escarnio, como sucedió con las riot grrrrls (¿es casual que se tratara de mujeres?).

El gesto político

Con tales antecedentes, buscar rasgos de acción política asociativa desde la escena rock local es complicado. En los ochenta, los grupos punk valencianos que abordaban cuestiones ideológicas hablaban de la Segunda Guerra Mundial, mayo del 68 o del IRA, realidades muy alejadas de su día a día. La mayoría traducían en canciones y letras furiosas su angustia existencial adolescente, vehiculada a través de lo emocional antes que de lo político. Sí se pueden detectar otras actitudes en los noventa, focalizadas en espacios como el Kasal Popular, pero la escena underground es tan diversa como sus integrantes, y a veces cuesta encontrar ejemplos de compromiso en músicos que, por su filosofía y ética de trabajo, deberían estar cerca de determinadas reivindicaciones a las que siempre responden formaciones musicales más próximas a sonidos mestizos y de corte festivo.

Lo que no quiere decir que no haya ejemplos que permitan hablar de una articulación política del discurso en la escena rock valenciana. Si ya en 1979 los británicos The Clash grabaron una canción titulada «Koka Kola», utilizando la marca de refresco como símbolo de todo el sistema capitalista, dos grupos locales recogen el testigo con retranca y espíritu crítico en sendas canciones recientes. Por un lado, Aullido Atómico, trío trash & roll formado por Don Rogelio J. (autor también de los textos), Jussi Folch y Quique Gallo, que en «Coca-Cola Revolution», incluida en su álbum «Decadencia» (2017), traza un acerado perfil del revolucionario de salón:

Soy nihilista de pantuflas y bata

Soy comunista con seguro de la casa

Artista contestatario subvencionado

Soy creador pero adoro el plagio 

Pero voy a ir

A la revolución por ti

Cojo valores de moda

Por favor, sin azúcar, la Coca-Cola 

Soy anarquista, pero no quiero problemas

Gran redactor de una revista de tendencias

Naturalista con perfume de marca

Héroe de acequia, pero amante de la Reina

Si se le añade que Aullido Atómico autofinancian sus discos, estos versos resumen a la perfección una actitud, un modo de gestión y una filosofía de trabajo, pero también el hastío que supone pertenecer a una escena subterránea autocomplaciente, poco crítica y muy proclive a engañarse a sí misma. No es un caso aislado, y si Coca-Cola puede ser una representación del mal global, el mayor centro comercial de España es su equivalente a nivel estatal. Los versos iniciales de «El Corte Inglés», incluida en el LP «Hedonismo» (2019), hablan por sí solos:

Veo arder la fachada de El Corte Inglés

Veo caer el imperio al atardecer

El otro grupo adicto a la famosa bebida carbonatada es Las Víctimas Civiles, célula terrorista musical comandada por el poeta Héctor Arnau, al que secundan Toni Blanes, Pau Miquel Soler o Ernest Aparici, instrumentistas de largo recorrido que han pasado por bandas como Arthur Caravan. Han destilado su furibundo discurso anticapitalista en las canciones reunidas en el autoeditado «40 años de éxitos del posfranquismo español» (2016), y disparan en todas direcciones sin hacer prisioneros en títulos como «También el amigo policía es tu compañero proletario» o, sí, «Coca-Cola Creative Commons», donde cantan:

Odio el capitalismo

Pero me gusta la Coca-Cola

Y lo que más odio en el mundo

Son los okupas de Barcelona

Saben de lo que hablan, porque ellos mismos vivieron en esas okupas. Como en el caso de Aullido Atómico, su crítica se dirige hacia el exterior, pero no elude mirar hacia el interior, donde también hay demasiadas cosas que no les gustan. No se entiende una filosofía autogestionaria sin esa vertiente crítica, más allá de que pueda ser expresada de manera abiertamente explícita a través de la letra de una canción o de determinadas actitudes y acciones que igualmente pueden hablar por sí solas, en un sentido u otro.

En una línea de compromiso similar se ha expresado también un cantautor procedente del indie que, como otros (Òscar Briz, por ejemplo), comenzó cantando en inglés para pasar después al valenciano, en un proceso que implica el reconocimiento de la lengua autóctona como vehículo de expresión estética y conlleva una posición reivindicativa respecto de su uso. Más aún: Senior, alias artístico de Miquel Àngel Landete, decide que su mirada personal sobre los sonidos de raigambre estadounidense que le sirven de inspiración y su apuesta por la lengua autóctona es un movimiento en sí, y decide bautizar su música con el nombre de valenciana, adaptando a sus intereses el término americana, generalizado entre la crítica para definir el indie rock USA de aromas country folk. Entre su repertorio, destaca una canción que también sirve para explicar algunos aspectos de la escena local y la relación de amor-odio que mantiene con la ciudad y su contexto social y político. Fue incluida por primera vez en la maqueta autoeditada de tirada limitada «Noves cròniques de la reconstrucció» (2006), y después restacada en su primer álbum oficial, «L’experiència gratificant» (2008), ya grabado con acompañamiento de banda (El Cor Brutal) y editado por Malatesta Records, un sello independiente gestionado por varios músicos en formato de cooperativa. El título no puede ser más explícito: «València, eres una puta»:

I es que està trencant-me el cor

vore com t’humilien a poc a poc

València, eres una puta 

I ara ja no és com abans,

quen m’abraçaves i m’engrunsaves,

estan deixant-te sense orgull

tractant d’europeïtzar-te

Una anécdota relacionada con la canción contribuye a explicar algunas de las razones que hacen especial al ecosistema valenciano frente al de otras ciudades. Cada vez que Senior interpreta el tema en directo en su tierra, el público lo celebra y lo corea con ánimo festivo, consciente de lo que significa, pero de algún modo resignado a que, efectivamente, su ciudad esté eternamente condenada a ser una meretriz al servicio de sus gobernantes frente a la inactividad de sus ciudadanos. Senior cuenta que una vez interpretó la canción en Barcelona, frente a un nutrido auditorio, y la gente reaccionó del mismo modo cuando llegó al estribillo, cantando con él «València, eres una puta»; sin embargo, cuando decidió, de manera improvisada, adaptar la frase al lugar donde actuaba y comenzó a cantar «Barcelona eres una puta», el público dejó de secundarle. Ya no tenía gracia la ocurrencia. Seguramente, a la escena valenciana le falta algo de ese amor propio que sacó a relucir el público de la capital catalana cuando hizo patente su disconformidad con el trato que el cantante daba a su ciudad, por irónica que fuera la intención.

En todo caso, se trata de tres voces puntuales, no organizadas colectivamente, que se alzan desde distintos lugares para manifestar su desagrado con la situación en la que desarrollan su trabajo artístico. Y desde posturas que no se pretenden panfletarias, terreno abonado para otras muchas bandas que articulan la protesta de una manera más directa, también menos sutil, y que, en su caso, sí conforman un tejido asociativo que se mueve dentro de coordenadas ideológicas que impregnan su música desde el origen. Son proyectos sonoros que suelen tener vínculos estrechos con todo tipo de colectivos ciudadanos y que conciben la música como parte de su activismo. Aunque su amalgama de referencias incluye el rock and roll de manera inevitable (subgéneros como el ska son indisociables de su idiosincrasia), se trata de propuestas más conectadas con la idea de melting pot sonoro intercultural y festivo (no es mi revolución si no puedo bailar) que incorpora influencias de la world music y de origen no necesariamente anglosajón, pero es imposible (y tremendamente injusto) establecer un mapeo de la escena autogestionaria valenciana sin tener en cuenta el papel que juegan en ella.

Moverse en círculos

Si se llevara a cabo un estudio de carácter transversal y con vocación retroactiva sobre la situación de la escena rock y la autogestión en València, el resultado final sería muy sorprendente. O quizá no tanto. Porque se podría comprobar con datos que, en esencia, la situación que aquí se describe no ha cambiado en cincuenta años. Las aspiraciones, quejas y reivindicaciones de los principales integrantes de esa escena siguen siendo las mismas desde la década de los ochenta. Desde entonces, nació, creció, se pervirtió y murió la ruta del bakalao, llegaron los grandes macrofestivales, cambiaron los gobiernos y, con ellos, sus políticas culturales, pero ha sido imposible articular un entramado profesional que posibilite dejar atrás las estrategias de supervivencia. La del rock and roll en Valencia es una economía de resistencia, asumida como tal, que con demasiada frecuencia prefiere instalarse en la queja antes que poner en marcha acciones comunes. Como consecuencia, quienes obtienen beneficio son los más avispados, aquellos que conocen los resortes para visitar los despachos de la administración (sea del signo que sea) y venden negocios propios como iniciativas de dinamización cultural. Ni siquiera durante la pandemia de la covid-19, que trajo consigo una paralización casi total de las iniciativas culturales, las acciones comunes fueron más allá de compartir una misma foto de perfil en las redes sociales.

Sin embargo, también es cierto que, en un elevado número de casos (la mayoría), si en ese mismo estudio se preguntara a los encuestados si están dispuestos a cambiar su modus operandi a cambio de acceder a determinados beneficios, la respuesta sería negativa. Autogestión significa precariedad, pero también independencia. Arriesgar casi con cada nuevo proyecto, pero no tener que rendir cuentas a nadie. Una libertad relativa, si se quiere (al fin y al cabo, es imposible sobrevivir fuera del sistema), pero que compensa, porque el objetivo nunca fue convertirse en industria cultural, sino conseguir mantenerse a flote sin verse en la obligación de claudicar del todo.

Y si algo (poco) han cambiado las cosas a lo largo de las últimas décadas ha sdo en beneficio de esa filosofía autogestionaria. Las nuevas tecnologías y la llegada de internet permiten desde hace tiempo grabar en estudios caseros, sin necesidad de invertir grandes sumas en estudios profesionales; de igual manera, hoy el acceso a salas de diferentes territorios está a un golpe de click, al igual que la difusión de la música, a través de plataformas como Bandcamp. Son cambios cruciales que, sin embargo, no han derivado en una nueva configuración del tejido cultural, sino que simplemente han facilitado y abaratado los costes. Si hace treinta años la posibilidad de salir de gira con un proyecto underground implicaba mandar grabaciones por correo y esperar respuesta para poder gestionar un calendario de gira, hoy esos procesos se han simplificado y han ampliado enormemente las posibilidades. Porque si parece evidente que la escena local valenciana es una red de pequeñas redes que funcionan de manera autónoma pero, en conjunto, forman un tejido mayor en el que se producen eventuales interacciones, parece lógico pensar, como de hecho así es, que la situación es la misma en muchas de las otras capitales de provincia españolas, así como en otras ciudades europeas. Así, la fluidez comunicativa entre unas y otras permite que proyectos de corto alcance popular, con tiradas discográficas de apenas mil copias, puedan salir de gira por todo el territorio, o incluso lanzarse a la carretera y pasarse un mes actuando por locales autogestionados, casa okupas y centros culturales de no pocas ciudades francesas, suizas, belgas o alemanas. La red se compone de focos minúsculos, pero es global. Y funciona como en el principio de los tiempos: por trueque. Los músicos que organizan esos conciertos en sus países de origen visitarán València meses después en una operación de intercambio que beneficia a ambas partes y que se completa con otro tipo de factores: la posibilidad de ahorrar en alojamiento y pernoctar en los propios locales, la opción de vender el material discográfico a nuevos públicos tras los conciertos, la política de precios justos en las entradas (o incluso de taquilla inversa), el establecimiento de nuevos contactos que revertirán en giras futuras… Así se creó la red alternativa en Estados Unidos durante los ochenta, sobre los cimientos de una escena hardcore cada vez más y mejor organizada, que dio lugar a la eclosión del rock alternativo de los noventa (Nirvana, ¿les suena?).

Una estrategia de supervivencia diametralmente opuesta a la fantasía del rock and roll que la industria estadounidense ha vendido casi desde sus inicios, a base de auditorios llenos de fans, hoteles de lujo y ventas millonarias, que se sustenta más bien en muchos kilómetros de carretera, pocas horas de sueño y audiencias escasas, pero cuando hablamos de escena alternativa la clave no es la cantidad, sino la calidad de la experiencia. La anécdota acerca del primer concierto de los Sex Pistols en Manchester resulta manida, pero paradigmática: Aquel 4 de junio de 1976, Pete Shelley y Howard Devoto, que andaban dando vueltas a formar un grupo llamado Buzzcocks, llevaron a Johnny Rotten y su banda a tocar al Lesser Free Trade Hall. Se podría decir que fue un fracaso, ya que apenas acudieron 40 espectadores. Pero también se puede evaluar su éxito en función de quiénes estaban entre el público y lo que hicieron después: Morrissey, que fundaría The Smiths; Bernard Sumner y Peter Hook, que pocos días después crearían el embrión de Joy Division con Ian Curtis; Mark E. Smith (The Fall); incluso Mick Hucknall, que lideraría Simply Red; y Tony Wilson, presentador de televisión y promotor que fundaría el influyente sello independiente Factory Records. Como dijo una vez Thurston Mooore (Sonic Youth) acerca de The Velvet Underground: Puede que les echaran de la mayoría de locales donde actuaban, pero todo el que les vio sobre un escenario acabó creando su propia banda de rock.

En otras palabras, y como conclusión: Las escenas alternativas basadas en la autogestión son, por definición, el caldo de cultivo propicio para el nacimiento de iniciativas al margen de lo convencional, con vocación experimental o voluntad rupturista. Las condiciones sociales, políticas y ambientales pueden ser tanto un acicate como un sistema de valores que confrontar. En el contexto valenciano, existe una escena en torno a la cultura del rock and roll y basada en la autogestión desde hace aproximadamente cincuenta años, sustentada en los mismos parámetros que sus modelos internacionales, pero con problemas propios derivados de las no pocas particularidades del territorio (dos lenguas cooficiales en desigualdad de condiciones, marco legal difuso para iniciativas marginales, dificultad de consolidación, escasa propensión a la acción común). Su impacto económico, entonces y ahora, es meramente testimonial, incluso invisible a nivel de consideración estadística de la cultura desde los organismos oficiales, pero su papel en la creación de corrientes culturales subterráneas resulta clave para tomar el pulso artístico a la ciudad, y se concreta en la red de salas de conciertos, sellos discográficos, bandas, medios, festivales específicos y otra serie de actividades que salpican tanto el calendario anual como los diferentes puntos del entramado urbano, a través de su presencia en los barrios. Su supervivencia, al margen de la burocracia administrativa y su gestión política de la cultura, está plenamente garantizada gracias a la constante regeneración de sus integrantes.

Nos encontramos, por tanto, ante una cultura de trinchera que ejerce la resistencia desde la creatividad, que reivindica su derecho a la diferencia y que se sitúa al margen por voluntad propia, rechazando la mercantilización del hecho cultural tal como la concibe el sistema capitalista para recuperar modos de funcionamiento alternativos. Su mayor problema, no obstante, es su incapacidad de crecer de manera sostenible, hecho que se pone en evidencia cada vez que se plantea la posibilidad. El caso de Tenderete, festival centrado en la autoedición gráfica (y discográfica) es un ejemplo claro: Con un éxito incontestable que se repite desde hace años, comenzó celebrándose en centros sociales ocupados, que pronto se quedaron pequeños para albergar tanto a los expositores (que actualmente incluyen participación internacional) como al público. La necesidad de ampliar espacio ha llevado al festival a diferentes recintos de la ciudad, públicos y privados, dependientes de la administración o de la Universidad, en un peregrinaje que inevitablemente ha generado también un debate interno en torno a su esencia inicial, sus necesidades y su futuro.

Autogestión no siempre significa gestión asamblearia, pero sí parece el método de funcionamiento que se impone cuando se trata de llegar a acuerdos entre los socios (y en un grupo, también cada miembro actúa como tal). De este modo, la autogestión plantea un modo de toma de decisiones horizontal, democrático y alejado de otros modelos impuestos por las inercias capitalistas. Al mismo tiempo, resulta muy complicado eludir las dinámicas de un sistema que se impone de manera casi inconsciente y que, en muchos casos, obliga a jugar según sus reglas. En esa contradicción entre la independencia de gestión y la convivencia con un sistema que se cuestiona, pero apenas permite la confrontación en igualdad de condiciones, es donde se desarrolla una escena en permanente evolución, con un componente de idealismo que no debe confundirse con ingenuidad (aunque, a veces, forme también parte de la ecuación) y que se basa en una fuerza de trabajo difícilmente cuantificable, que escapa siempre que puede de las lógicas de mercado para buscar un territorio propio en el que el crecimiento cultural, la pasión por la creación artística y su difusión y la supervivencia al margen de las concesiones pueda ser una realidad tangible.

 

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