¡Oh, no, el enésimo artículo sobre placeres culpables! Pues sí… y no. A estas alturas, teorizar sobre gustos es como hacerlo sobre el sexo de los ángeles. Cada cual tiene los suyos y, ejem, todos son respetables. O eso dictamina el protocolo de la corrección política, el respeto mutuo y demás normas de convivencia cultural, máxime cuando hace mucho tiempo que cayeron las barreras entre los productos de consumo popular y la distinción de la élite, entre un público intelectualmente formado y otro que se conforma con lo que le ofrece un sistema diseñado para mantenerlo alienado. ¡Ups! Mejor no nos metemos en terreno pantanoso.
En todo caso, digámoslo de una vez por todas, sobre gustos sí hay mucho escrito, como demuestran infinitos tratados sobre la historia del arte, que documentan con solidez y más allá de la opinión personal las diferentes categorizaciones de la producción cultural desde la noche de los tiempos y los motivos para establecerlas.
Dicho esto, hablar de placeres culpables (o guilty pleasures, como dicen quienes piensan que cualquier cosa suena mejor en inglés) resulta tan divertido como lo ha sido siempre, porque cada cual tiene los suyos y sus razones para considerarlos como tales. Especialmente en el terreno de la música, donde el talibanismo está mucho más extendido que en otros ámbitos artísticos. O eso parece. Es, por ejemplo, el único caso en que se desprecian estilos o movimientos enteros por cuestión de gusto. No recuerdo a nadie admirar el arte pero odiar por completo el barroco o el expresionismo abstracto. Al margen del gusto personal, se reconoce el valor de, al menos, determinadas obras que son parte del canon. Del mismo modo, sería extraño afirmar que se ama el cine pero con la excepción de la comedia romántica o el western, géneros que pertenecen a su desarrollo y evolución y en los que no es difícil encontrar tantas obras maestras como en el melodrama o el cine negro. De hecho, un amplio sector de la crítica denominada seria lleva años rendida a las supuestas excelencias de los blockbusters estadounidenses sin despeinarse ni perder un ápice de credibilidad. Y, sin embargo, hay parcelas musicales que han sufrido (y aún sufren) esa negación categórica. La última, sí, aunque no la única, el reguetón. Pero no hemos venido aquí a hablar de Bad Bunny, sino a confesarnos.
Porque está muy bien elucubrar sobre placeres culpables, pero de lo que se trata es de mojarse. Y lo cierto es que a nivel personal he tenido pocos prejuicios en temas musicales desde muy temprana edad. Quizá por haber sido seducido por el punk, que si bien era muy estricto en cuanto a lo que entraba o no entraba dentro del género, al mismo tiempo propugnaba un «haz lo que quieras» que permitía, precisamente, escuchar lo que te diera la gana. Que The Damned, uno de los grupos más importantes de aquella escena (y de mis favoritos) se saltara las normas a la torera constantemente era, sin duda, un acicate más.
En cualquier caso, recuerdo que no tardé en dejar de hacer ascos a cierta música de consumo considerada de baja calidad (o de usar y tirar) que, con mucha frecuencia (y no creo que sea casual) estaba destinada a las pistas de baile. En el caso de Raffaella Carrà, el flechazo fue instantáneo gracias a la televisión, y sigo pensando que Rumore es una obra maestra. En 2010, y tras muchos empeños, logré entrevistarla y saldé una deuda que arrastraba desde la adolescencia.
En aquella época, hablamos de 1980/1981, me encantaban Tequila y a Obús (¡toma placer culpable!), pero también las canciones de Baccara (Yes Sir, I Can Boogie, The Devil Send You to Laredo, Sorry I’m a Lady) o aquel Estoy bailando de las Hermanas Goggi, de las que nunca más se supo, pero cuya letra pasará a la historia:
Me bebo tu Coca Cola
Te dejo el vaso vacío
Y sigo bailando sola
O con cualquier ligue mío
Por supuesto, Abba ocupaban (y siguen ocupando) un puesto de honor en el Olimpo. Entonces eran cuatro suecos horteras que habían ganado Eurovisión en 1974 con la pluscuamperfecta Waterloo y enganchaban un número 1 tras otro a base de singles irresistibles, pero que no gozaban del reconocimiento que han obtenido con el paso de los años como excelsos autores pop. Tan populares como ellos, había grupos prefabricados que tenían detrás curtidos compositores profesionales, muy hábiles para dar en la diana del éxito, como Village People o Boney M. Dos casos en los que el calificativo de hortera aplicado a Abba se quedaba corto.
Todos formaban parte de un mismo menú sonoro, el de las emisoras comerciales, que combinaba ingredientes muy variados, y que tuvo a mi generación con los radiocasetes alerta, la cinta virgen preparada y los dedos estratégicamente situados para pulsar de manera simultánea el REC y el PLAY con objeto de grabar nuestras canciones preferidas, a ser posible sin la molesta interferencia de la voz del locutor de turno.
En esas cintas, que algunos llamaban mezcladillos, como los surtidos de frutos secos que vendían en los quioscos, se colaban también aquellas canciones que reconocías como menos cool, que pertenecían a otra categoría, que no eran tan molonas, pero que, por alguna extraña química (la magia del pop, dirían los cursis), seducían de manera irremediable. Eran, en teoría, canciones que no deberían gustarte. Y a medida que pasaba el tiempo, buscabas razones que legitimaran ese gusto, ese placer culpable. Por suerte, las había de sobra. Y una de las más sólidas era la apropiación de aquellas mismas canciones por parte de artistas respetables.
La comunidad LGTBIQ+ llevaba mucho tiempo reivindicando la música disco y el petardeo, y figuras como Alaska no tenían inconveniente en reconocer que adoraban una música tildada a menudo de chabacana o vulgar, pero mi primera caída del caballo se produjo cuando Corcobado salió en defensa de Boney M. Un cantante al que yo idolatraba, que había estado en bandas tan radicales como 429 Engaños o Mar Otra Vez, se descolgaba de repente con declaraciones elogiosas sobre el alemán Frank Farian, el tipo que creó hits como Ma Baker, Daddy Cool y Rasputin. Si le gustaban a Corcobado, no podían ser tan malos, dictaba mi ingenua lógica personal, justificando mi gusto a partir de terceros. El mismo Corcobado abriría los ojos a mucha gente respecto a otro cantante de éxito despreciado por las élites, el gran Nino Bravo, cuando grabó una versión de su Puerta del amor. Tiempo después descubriría que a su vez también era un cover, concretamente de A Street Called Hope, del estadounidense Gene Pitney. Del mismo modo, que Pet Shop Boys recuperaran después Go West (Village People) fue otra constatación de que los oyentes tenemos más escrúpulos que los artistas, aunque reconozco que, salvo algún tema aislado, Tennant y Lowe nunca han sido santos de mi devoción.
Es inevitable tener prejuicios, pero también es sano hacerlos añicos. Sobre todo, porque cuesta mucho curarlos. A principios de los noventa, los míos se trasladaron al house y el eurodance, que tomaron el testigo a los placeres culpables de los ochenta. Eran los años de despegue (es un decir) del indie español y de la consolidación de la música alternativa anglosajona, y el hedonismo de la pista de baile y los colores chillones no encajaban demasiado con el pop introspectivo y el noise. Sin embargo, me encantaba This Beat is Technotronic. Más aún que Pump Up The Jam, que seguramente fue su mayor hit. Incorporaban elementos hip hop, un género que ya no se podía soslayar (aunque la revista Ruta 66 siguiera haciendo como si no existiera), pero, sobre todo, invitaban a moverse, actividad que a los aficionados al rock siempre nos ha costado poner en práctica. Todavía no habían llegado a los festivales The Prodigy, Chemical Brothers y Orbital, que cambiarían eso para siempre, así que uno sentía cierta culpabilidad si disfrutaba con Technotronic. Aunque peor era hacerlo con 2Unlimited, que eran como su marca blanca. Quizá por eso aún me gustaban más. No Limit es un hit descomunal y estoy dispuesto a discutírselo a quien sea. Pero, una vez más, sentías que no era algo que debía gustarte, que no encajaba en tu contexto. Hasta que, un día, durante un concierto de Lagartija Nick, banda a la que adoro, uno de los guitarristas rompió una cuerda. En el obligatorio interludio para cambiarla, que siempre deja un vacío en mitad del show, el resto del grupo, para rellenarlo, se puso a interpretar No Limit. Fue solo un corto amago, quizá una simple broma, pero yo ya tenía la legitimación que buscaba. Y, joder, ¡cómo sonaba inyectada de electricidad guitarrera!
En este punto, cabe preguntarse dónde está el límite entre la reivindicación y la boutade, entre la voluntad de rescatar una canción como muestra de admiración y respeto haciendo una versión o rehabilitando a sus creadores y la simple intención de epatar. Mucha gente pensó que la elección de Aserejé, de Las Ketchup, como segunda mejor canción nacional del año en 2002 por parte del mensual Rockdelux fue eso, ganas de llamar la atención. No se atrevieron a darle el primer puesto, que recayó en Nacho Vegas y En la sed mortal, pero quedó por encima de Pesadilla en el parque de atracciones (Los Planetas) y temas de Aroah, Antònia Font, Beef, Nosoträsh, Carrots, Bunbury o Christina Rosenvinge que, justo es reconocerlo, eran mucho peores que la gracieta pergeñada por la hijas del guitarrista flamenco Juan Muñoz «El Tomate», que además contaba con coartada cultureta, al estar lejanamente inspirada en el mítico Rapper’s Delight de Sugarhill Gang. Más allá de la intención de crear polémica, lo que consiguieron plenamente, con los foros de internet echando pestes de la revista por haberse atrevido a colocar tal canción en posición de privilegio, en aquella lista aparecían también María Jiménez y Estopa, demostrando un eclecticismo que no se traducía en la presencia de tales artistas en las páginas de la exquisita publicación, pero que se cultivaba habitualmente en la lista anual de mejores canciones. En 1997, por poner otro ejemplo, había incluido Desátame (Mónica Naranjo) y Corazón partío (Alejandro Sanz), aunque muy lejos de los puestos de cabeza. Nada comparable, no obstante, al quinto puesto que conquistó Apatrullando la ciudad en 1998, con El Fary embutido entre Hidrogenesse y 7 Notas 7 Colores. Ahí están las hemerotecas, para quien no se lo crea.
En fin, que en todas partes cuecen habas, que quien esté libre de pecado tire la primera piedra y demás refranes aplicables a la ocasión. Por lo que a mí respecta, sigo sin curarme de los placeres culpables. Ni en música, ni en ninguna otra rama del arte. Y como está feo eso de señalar a los demás, creo que lo más sensato (y divertido) es reconocer tres de los más clamorosos de mi vida, que además no tienen justificación ni excusa de ninguna clase, como sucedía con los anteriormente citados. Todos ellos en torno a los tres minutos y medio, la medida, dicen, de la canción perfecta. Agárrense, que vienen curvas.
Sleeping In My Car (Roxette)
Empezamos suave, que ya habrá tiempo para pisar el acelerador. Nunca me han interesado Roxette. Ni The Look, ni Joyride, ni It Must Have Been Love. Mi vida transcurría feliz sin ellos. Imposible ignorar su existencia, claro, estaban hasta en la sopa, pero no formaban parte de mi negociado. Ya sé que Marie Fredriksson cantaba muy bien y sin duda fue una pena que falleciera tan pronto. De todos modos, no nos ha ahorrado la continuidad del grupo, que sigue de gira actualmente como si perder a una vocalista tan carismática fuera un simple imprevisto sin importancia. El dinero manda, y si Ian Astbury pudo reemplazar a Jim Morrison en aquel engendro diabólico denominado The Doors of the 21st Century (vergonya, cavallers, vergonya!), lo de Roxette es pecata minuta. Tampoco me molestaba su existencia, simplemente cohabitábamos en un mismo mundo, pero en esferas separadas.
Hasta que un día sonó en la radio Sleeping In My Car y pensé: «No me jodas que me va a gustar una canción de Roxette». Y, efectivamente, así era. Es curioso, porque mis grupos favoritos suelen distinguirse por sus inclinaciones ruidosas, desde Einstürzende Neubauten a Sonic Youth, pasando por las leyendas del post-punk, pero también siento debilidad por los grandes estribillos pop (¿se acuerdan de Abba?), y creo que Sleeping In My Car lo tiene. Quizá soy benevolente en extremo, pero no me hubiera sorprendido encontrarlo en una canción de Blondie, por poner un ejemplo obvio. O en alguna banda secundaria de la new wave. De hecho, tiempo después leí una entrevista con Per Gessle, guitarrista y otra mitad de Roxette, en la que aseguraba haberse criado musicalmente escuchando a Buzzcocks o The Jam. Algo digo yo que se le quedó en el subconsciente. El tipo me cayó simpático, y mucho más aún cuando me lo encontré, años más tarde, versioneando I Wanna Be Your Boyfriend en el recopilatorio tributo The Song Ramones The Same, junto a Hellacopters, The Dictators, Danko Jones, The Nomads, Jesse Malin o Backyard Babies. Gente a la que, admitámoslo, no imaginamos en el entorno de Roxette.
Vaya, creo que esta confesión ha terminado por encontrar justificación. Así que vamos a meternos del todo en el fango.
Ni una sola palabra (Paulina Rubio)
No digáis que no estabais avisados. Insisto: un buen estribillo puede llevarme a la ruina. En fin, el caso es que cuando apareció, era imposible despegarse de Ni una sola palabra, el hit de Paulina Rubio que sonaba a todas horas en todas partes. Y ya se sabe que una de las claves del éxito de la música pop es la repetición. Así que caí en la trampa. Si es que lo era. Y claro, a estas alturas tampoco vamos a andar con paños calientes. Si te gusta, es lo que hay. Pero lo peor estaba por llegar.
Y lo peor es que la canción está compuesta por Xabier San Martín, de La Oreja de Van Gogh. No solo eso, sino que es un tema que rechazó Amaia Montero y acabó en manos de la mejicana. Y vale, llevamos ya un puñado de párrafos hablando de la inutilidad de los prejuicios, pero… La Oreja de Van Gogh, no. Eso sí que no. Siempre me han parecido una medianía y nunca les he prestado atención ni siquiera por curiosidad, solo cuando el trabajo lo requería. Es decir, cuando me tocó entrevistarlos, hace ya tiempo inmemorial. Lo curioso es que, mientras en España eran repudiados por la selecta comunidad independiente, recuerdo perfectamente cómo una vez, estando en La Ronda, un bar de moda de Montevideo, unos amigos uruguayos me comentaron cuánto les gustaba el Donosti Sound, en el que incluían sin complejos a La Oreja junto a los sacrosantos Le Mans o La Buena Vida. La música española llegaba allí en aluvión, sin filtros, y todos entraron en el mismo lote. Yo les explicaba que en España jugaban en ligas diferentes, pero la anécdota habla por sí misma y explica muchas cosas (¿alguien habló de pop y clase social?).
Y como todo, siempre, puede torcerse un poco más, llegó el último escalón de mi desdicha con Paulina, también desde el otro lado del océano. Durante un tiempo, estuve viajando a México cada año por motivos profesionales (era tutor de crítica cinematográfica en el Festival de Cine de Guadalajara) y personales (visitas varias a amigos muy queridos en aquel país). Cuando en alguna conversación informal salía a relucir mi simpatía por la canción de marras, se armaba la de Dios. Y más cuando entre los tertulianos había críticos musicales, que era bastante habitual. ¿Cómo era posible que me gustara Paulina Rubio? No, me defendía yo, no me gusta Paulina Rubio (lo crea el lector o no, ni siquiera conozco otra canción suya), lo que me gusta es Ni una sola palabra. Pero ni por esas. Todavía hoy, alguno de ellos, cuando me presentan a alguien nuevo en México, adjunta la información para que el recién llegado sepa a qué atenerse conmigo.
Stop (Spice Girls)
Cerremos por todo lo alto, como merece la ocasión. Con las Spice Girls, producto de laboratorio al que incluso se acusa de ser una maniobra de la industria para contrarrestar el auge de las riot grrrls. En realidad, un grupo pop prefabricado, como tantos otros en la historia de la música popular y, también como tantos otros, con un buen puñado de excelentes canciones, compuestas por equipos profesionales que saben perfectamente lo que se traen entre manos. Está fuera de discusión que Wannabe es un hit como la copa de un pino, pero no fue el único que grabaron. A mi me gusta Stop porque pertenece a su segundo disco, pasado el hype mundial que supuso su debut, y porque es un remedo de soul según el manual clásico ante el que es muy fácil rendirse, desde esos metales que abren el tema hasta un candoroso estribillo (sí, de nuevo) absolutamente adhesivo, sin olvidar los arreglos de cuerda que lo acompañan y un título que hace un guiño al legendario Stop! In The Name of Love de las Supremes. Un refrito retro, si se quiere, pero lo mismo hacían The Pipettes y tenían todas las bendiciones de la secta indie.
Por el contrario, mucha gente odiaba profundamente a las Spice Girls, lo que inmediatamente las hacia más atractivas para mí. Dos anécdotas al respecto. En la segunda mitad de los noventa pinchaba con frecuencia en un garito llamado Bésame Mucho, parada nocturna habitual para aficionados a la música local e independiente en Valencia. La selección de canciones se adecuaba a los gustos de la clientela, pero una noche me planté en la cabina con una camiseta de las Spice Girls. No puse ninguna canción suya, no era el lugar y no hubo quejas respecto a lo que sonaba por los altavoces, pero un tipo muy indignado empezó a increparme desde la barra. Gritaba, visiblemente alterado, recriminándome que, pinchando lo que pinchaba, llevara una camiseta de las chicas picantes. Le contesté que yo me vestía como me daba la gana y fin de la historia.
La segunda tiene más miga. Todos los años asistía con un grupo de amigos al Espárrago Rock de Granada, festival de nivel internacional y cartel versátil que disfrutábamos mucho por ser menos fundamentalista que el FIB de entonces. Todos los ocupantes del coche en que viajábamos estábamos relacionados con la música y yo era el encargado de grabar las cintas que escuchábamos durante el trayecto. Siempre hacía alguna con los grupos del cartel y otras con novedades recientes, eran muchos kilómetros y la variedad resultaba obligatoria. Un año, en una de ellas, metí Stop. Mis acompañantes no siempre conocían todos los grupos que sonaban, y precisamente cuando empezó la canción, preguntaron de quién se trataba. Les dejé escuchar hasta el final sin desvelarlo y después les pregunté si les había gustado. Todos, sin excepción, asintieron. Cuando les dije que eran las Spice Girls, la cosa cambió radicalmente. Que si no componían, que si tampoco era para tanto… Ay, los prejuicios.
Termino. En marzo de 1998, las Spice Girls actuaron en el Palacio de los Deportes de Madrid. Interesado por el fenómeno, allí que me planté con mi amigo Liberto Peiró. Ni siquiera llenaron el recinto, donde me crucé con el locutor Julio Ruiz, que me aseguró que estaba allí «porque su sobrina era fan». Hice la crónica para la revista On The Rocks, y en ella destaqué la calidad del show desde el punto de vista escenográfico y musical (los instrumentistas eran todos de primer nivel), algunos desajustes en el repertorio y el timing, el peso vocal que asumían de manera mayoritaria las dos Melanies y alguna sorpresa, como la inclusión en el set de Where Did Our Love Go (The Supremes) y We Are Family (Sister Sledge) o la salida de las cinco del escenario mientras los músicos tocaban Firestarter (The Prodigy). Un concierto más que digno. Semanas después de que apareciera el artículo, coincidí con Jesús Antúnez, batería de Dover. Me dijo que lo había leído y me felicitó porque le había sorprendido que firmara con mi nombre y no con un seudónimo. Como si escribir sobre las Spice Girls pudiera restar credibilidad a un periodista. Que igual sí, vaya usted a saber, pero por entonces yo ya había superado con creces el miedo a confesar los placeres culpables.