Como cualquiera que se haya dedicado al periodismo cultural durante tres décadas, a lo largo de mi trayectoria profesional he tenido la ocasión de entrevistar a infinidad de artistas de todo tipo, desde estrellas globales a recién llegados que pronto acabaron sumidos en el olvido. Creo, sin embargo, que no he caído nunca en la tentación de creerme que eran mis amigos o, peor aún, mis colegas. Encontrarse más de una vez con un músico o cineasta determinado y que se acuerde de ti o te reconozca de un encuentro anterior puede resultar halagador, sobre todo si es una figura internacional, pero pensar que existe una relación especial es engañarse a uno mismo, porque, conviene tenerlo claro, ambos estamos trabajando. Hay alguna excepción, por supuesto, y en ese sentido resulta muy interesante el relato autobiográfico de Bruno Galindo en el libro Toma de tierra, donde cuenta numerosas anécdotas con diferentes luminarias del pop con las que se ha ido encontrado a lo largo de los años hasta establecer, en algunas ocasiones, y esta vez sí, una relación personal. En su caso particular, se entiende que los músicos fueran proclives a mantener el contacto: trabajaba para la industria discográfica. Y si bien es indudable que es mejor una crítica buena que una mala, el periodista siempre será un personaje secundario frente a alguien que puede contribuir a que tu disco suene más en la radio o aparezca destacado en los medios. Como Bruno combinó ambas facetas (decisión controvertida, pero este sería otro tema), pudo contarlo después con detalle.

Teniendo esto en cuenta, aquí mismo conté en un post anterior repetidos y gratos encuentros con Chrissie Hynde, una de esas figuras con las que coincides en diversas ocasiones y, fruto de la reiteración, se acaba produciendo una relación de cierta cordialidad. Creo que el único otro caso en que se dio una situación análoga fue con Iggy Pop.

Como cualquier aficionado a la cultura rock, desde la adolescencia consideraba a Iggy un personaje totémico, La Iguana, uno de los grandes, y había ido comprando cuando y como podía los discos suyos o de The Stooges que se habían cruzado en mi camino. Lo que incluía Instinct, aparecido en 1988, que si bien contaba con el plus de tener a Steve Jones (Sex Pistols) en la guitarra, no puede decirse que sea uno de sus mejores álbumes. Pero yo tenía 21 años, el amor era incondicional y el LP se vino a casa. Ni que decir tiene que cuando unos amigos anunciaron que se iban a verlo a Barcelona, tardé poco en apuntarme. Iggy contaba entonces 41 años, pero en mi inocencia, y como me pasaría después más de una y dos veces con los Rolling Stones, pensé que probablemente sería mi única oportunidad de verlo en directo, porque por entonces parecía utópico que pasara por Valencia.

Debió ser la primera vez que viajaba a otra ciudad para asistir a un concierto, así que recuerdo bien la experiencia. Ver a Iggy ya era motivo más que suficiente, pero hacerlo en Barcelona, y en la sala Estudio 54, donde no había estado nunca, le daba mayor relevancia a la aventura. Sin olvidar que era un jueves, así que tocaba volver la misma noche del concierto. Y allá que nos fuimos, embutidos en un Seat 127 que aguantó como pudo, pero aguantó. ¿Y el show? Pues sumen ver a uno de tus mitos por primera vez, fuera de casa, en un ambiente de absoluta euforia y con un repertorio imbatible. Hasta me gustaron los teloneros, unos Crazyhead de los que nunca jamás volví a oír hablar, pero que tenían un temazo titulado Rags. O al menos a mí me lo parecía, seguramente porque siempre he sentido debilidad por las canciones de alto voltaje que incorporan sección de metales, como Know Your Product (The Saints), Reward (The Teardrop Explodes) o American Beat ’84 (The Fleshtones).

El caso es que parecía que la faena estaba hecha y el personaje tachado de la lista de imprescindibles. Si se volvía a dar la ocasión, estupendo. Si no, que me quitaran lo bailao (y fue mucho aquella noche). No podía ni imaginar siquiera lo que me deparaba el futuro, ni la cantidad de veces que volvería a verlo, tanto en el escenario como fuera de él.

 

De Valencia a Barcelona

La primera llegaría el 26 de febrero de 1991, cuando la gira de Brick by Brick pasó por Arena Auditorium. Iggy estaba en plena forma, presentaba un disco notable y no defraudó en su debut valenciano. Por entonces colaboraba con Cartelera Turia y me tocó hacer la crónica del concierto. En 1992 comenzaría también a escribir para la editorial valenciana La Máscara, dentro de una colección de libros llamada ‘Imágenes de Rock’ que consistía en biografías de artistas profusamente acompañadas de fotos. En 1994, coincidiendo con su segunda visita a Valencia (el 26 de abril, de nuevo en Arena Auditorium, con la gira de American Caesar) les propuse dedicar uno de aquellos monográfico a Iggy Pop y, para mi sorpresa (solían decantarse por nombres más conocidos por el gran público), aceptaron. Cuando empecé a darle vueltas al enfoque del texto y a plantearme una aproximación al personaje, consulté varios libros anteriores en inglés, como la autobiografía I need more: The Stooges and Other Stories, elaborada en colaboración con Anne Wehrer. Ahí surgió una duda que creo es extensible a casi toda biografía musical de un artista extranjero publicada desde España: no va a ser posible hacerlo mejor que los anglosajones. Ellos tienen el acceso directo a las fuentes, unas hemerotecas especializadas impensables en nuestro país y una bibliografía previa mucho más completa. La mayoría de biografías musicales en castellano (y en italiano, y en húngaro) son refritos mejores o peores de ensayos en inglés no traducidos. Otra cosa es la parte ensayística o de interpretación que cada autor aporte (y que también daría para otro artículo). Quizá lo más sensato hubiera sido que La Máscara publicara en España una buena traducción de aquel libro, pero eso resultaba más caro que encargar un texto original. E igualmente le sacaron partido, ya que saquearon el material gráfico sin pagar ni un euro de derechos.

En esas andaba, pensando cómo afrontar el texto, cuando se anunció que Iggy Pop visitaría nuestro país en otoño para participar en el rodaje de Atolladero, la opera prima de Óscar Aibar, una historia de ciencia ficción post-apocalíptica con aires de western que antes había sido un cómic escrito por el propio Aibar y dibujado por Miguel Ángel Martín. Iggy ya había hecho algunas intervenciones como actor en películas como Cry-Baby (John Waters) y acababa de finalizar su breve participación en Tank Girl (Rachel Talalay), así que estaba listo para encarnar a Madden, el villano del film, que se empezó a rodar el 17 de octubre de 1994. La relación entre director y cantante fue fructífera, hasta el punto de que Iggy también grabó una canción para la película. Es decir, que su estancia en España se prolongaría durante el tiempo suficiente como para intentar abordarle. Y así fue como se me ocurrió que la manera verdaderamente original de hacer el libro sería contando con su participación, desarrollando el contenido como una larga entrevista de casi 60 preguntas entre las que se iría intercalando información relacionada con sus respuestas. La editorial aceptó, contactamos con su sello discográfico, Iggy también estuvo de acuerdo y el 2 de diciembre me planté en el hotel Ritz de Barcelona para pasar el día con él.

Aunque parezca mentira, en el primer momento, cuando bajó por las escaleras del hall, ni siquiera lo reconocí. Con el pelo recogido en una coleta y unas gafitas redondas, su imagen distaba mucho de la del animal escénico que había visto en los conciertos. Y también sorprendía su estatura, ya que era más bajito de lo que esperaba. Hechas las presentaciones, nos pusimos manos a la obra y lo cierto es que fue una experiencia memorable. Aguantó estoicamente horas de interrogatorio, recordando anécdotas de grabaciones, repasando su vida desde su infancia, mostrando una amabilidad seductora mientras salpicaba de tacos sus respuestas y dejando para el futuro algunas perlas que luego los hechos se encargarían de desmentir, como su categórica negativa a resucitar a The Stooges: «Tal como yo lo veo, esos tíos tienen suerte de que no nos reunamos de nuevo», aseguró entre carcajadas. Casi una década más tarde no solo regresarían a los escenarios, sino que incluso grabarían dos nuevos discos de estudio. También se explayó sobre su trabajo en el cine, decenas de proyectos inconclusos y muchas otras cuestiones que no suelen aparecer en las entrevistas promocionales, obligatoriamente breves y centradas en el trabajo más reciente del artista. La foto que ilustra este post, de calidad bastante pobre, es el único recuerdo gráfico que conservo de aquel día en el que tuve el privilegio de compartir un puñado de horas con una auténtica leyenda viva.

El libro llevaría por título Barcelona Connection, subrayando tanto su relación con la ciudad como su condición netamente autóctona, y la portada lució una foto de Iggy caracterizado como Madden, con un poncho mexicano y tomada durante el rodaje de Atolladero. Apareció en la primavera de 1995 y hoy es casi inencontrable, después de que La Máscara desapareciera y su fondo de catálogo se desvaneciera en el aire, pero todavía iba a darme muchas alegrías antes de que eso sucediera. Por ejemplo, la de conocer a Óscar Aibar, ya que la película se estrenaría en la sección a competición del festival de Sitges, donde solía acudir religiosamente, en octubre de aquel año. Cuando nos cruzamos en el hotel, me presenté, le felicité y me dijo:

—¡Hombre, Eduardo Guillot! ¡Debes haberte hecho rico a mi costa!

Le miré con sorpresa y me explicó su comentario.

—Lo digo porque he perdido la cuenta de la cantidad de ejemplares que he comprado de tu libro para explicarle a la gente quién es Iggy Pop. En este país no existe tradición de cultura rock y cada vez que lo nombraba y alguien me ponía cara extraña, le regalaba uno.

Obvio es decir que, por muchos libros que hubiera comprado, nunca vi un duro de royalties por parte de La Máscara, que incluso llegó a publicarlo en el mercado francés e italiano sin consultarme sobre el asunto ni pagarme ningún derecho por ello. Óscar me propuso que le acompañara a su habitación, donde me regaló una camiseta de la película («Es la última, has tenido suerte») y a día de hoy seguimos siendo amigos. Otra cosa que agradecerle a Iggy.

 

Reencuentro en Granada

El destino quiso que nuestros caminos volvieran a cruzarse tres años después, en 1998. En abril se celebraba en Granada una nueva edición del festival Espárrago Rock, con Bad Religion e Iggy Pop como cabezas de cartel del segundo día, y allá que nos fuimos. Concierto espectacular, con el público invadiendo el escenario a petición de la propia Iguana, como ya empezaba a ser habitual en sus shows. Terminada la actuación, y estando acreditado como prensa, accedí al área de backstage, por donde suelen circular los músicos. Llegué hasta la zona de camerinos y busqué el suyo. Al llegar, le pregunté al encargado de seguridad si podía pasar a saludar, ya que había escrito un libro sobre él unos años atrás. El tipo desapareció tras la puerta y, al rato, salió para decirme que Iggy me recibiría. Recordaba nuestro encuentro en Barcelona y me invitó a sentarme para charlar un rato. Todavía estaba sudoroso tras el concierto, ni que decir tiene que seguía sin camiseta (¿alguna vez llevó una puesta?) y estuvo tan amable como yo recordaba. De hecho, se interesó por el libro y, sobre todo, por cómo había funcionado la película. Tuve que explicarle que no tuvo suerte en taquilla, porque tampoco gozó del estreno que merecía, a lo que Iggy asintió comentando que las películas independientes lo tenían cada vez peor en todas partes, no solo en España. Por entonces, su fama le precedía, y aunque ya llevaba una vida alejada de excesos, en el escenario seguía desatando una furia que, unida a un repertorio plagado de clásicos, volvía loco al público. Pero en la intimidad del camerino hablaba con pasión de la casa que se había comprado en México, donde pensaba retirarse algún día. La conversación fluía distendida, sin prisa, hasta que uno de los roadies de su equipo se acercó un par de veces a nosotros mirando a Iggy y señalándose su reloj de pulsera. Al parecer, tenía prisa en marcharse y no quería que se hiciera tarde. La tercera vez que vino a interrumpirnos, Iggy le miró con cara de mala leche y le dijo:

—¿Quieres dejarnos en paz de una puta vez? ¿No ves que estoy hablando con este tío?

El hombre desapareció y no volvió a asomar el morro durante el resto de la noche. Tampoco yo quise abusar y un rato después me despedí ufano y contento de haber tenido la posibilidad de volver a conversar con el mito.

 

Una llamada a Miami

La última vez que hablamos se remonta a 2010, cuando Rockdelux me encargó entrevistarle con motivo del show que The Stooges ofrecerían en La Riviera de Madrid. También asistí a aquel concierto, y no salí muy satisfecho. En esta ocasión sería una conversación telefónica, y para prepararla me puse en contacto con un amigo de Londres que se había hecho íntimo de Mike Watt, cofundador de los Minutemen que se encargaba de tocar el bajo en The Stooges por entonces (lo hizo ininterrumpidamente entre 2003 y 2013). Dada su relación, le comenté que iba a hablar con Iggy y le pregunté si había algún asunto que no fuera de dominio público y que me pudiera venir bien para la entrevista. Hubo suerte. Según Watt, la cadera de Iggy estaba peor que nunca y le costaba moverse en el escenario como antaño. Tomé nota.

Cuando se puso al teléfono estaba en su casa de Miami, donde había encontrado un vecindario en el que se sentía más a gusto que en aquella casa de México de la que hablaba en Granada. Al parecer, un fondo estadounidense había comprado propiedades en aquella zona y la había convertido en una especie de resort turístico, así que Iggy había salido por piernas de allí y se había instalado en la Meca de la música latina. ¡Incluso grababa en el estudio de la familia Estefan! Con más de sesenta años ya, aseguraba que estaba muy a gusto en un sitio donde tenía tan cerca playa y campo de golf. Quien haya visto alguno de los videos que Iggy compartía en internet jugueteando con su cacatúa sabe lo a gusto que se encontraba allí. Le saqué a colación aquel primer encuentro en Barcelona con motivo de Atolladero y se acordó de Joaquín Hinojosa, uno de los intérpretes de la película, con quien había hecho buenas migas.

Esta vez, la charla se centró en cuestiones profesionales. La reincorporación del guitarrista James Williamson a la banda, el repertorio de la gira, la posibilidad de un nuevo disco, la recepción negativa por parte de la prensa de su último trabajo («No lo hicimos para ellos», contestó), su relación con la literatura de Houellebecq y los cómics de Marjane Satrapi, con quienes había colaborado… Cuando llegó el momento que consideré adecuado, le lancé la pregunta incómoda: ¿Qué pasaba con su cadera? Era evidente en sus últimas apariciones que caminaba renqueando. ¿Iba a aguantar una gira tan larga? Entonces descubrió su faceta más beligerante, esa que yo ya había visto cuando en anteriores charlas se refería a otras personas, pero que nunca me había afectado directamente. «Eso es asunto mío», dijo. «No voy a darte un informe sobre mi salud actual. No tengo ningún problema que me impida hacer mi trabajo con éxito. Pienses lo que pienses de mi condición física, la gente sigue viniendo a mis conciertos. Cualquier otra cuestión no es asunto para tratar en esta entrevista». El tema quedó zanjado y continuamos como si tal cosa.

El artículo completo apareció en la antigua página web de Rockdelux, que no está operativa desde que la revista dejo de publicarse en papel e inauguró la actual. Por eso me he permitido reproducir algunas frases, pese a que, cada mes, la revista enviaba con los pagos unas condiciones legales relativas a los textos que impiden su reproducción total o parcial por cualquier medio conocido o por inventar y de por vida para siempre jamás. Espero que no me demanden. El caso es que aquella web admitía comentarios de los lectores. Y hubo uno que escribió aplaudiendo a Iggy por aquella respuesta. Según él, había puesto en su sitio al impertinente periodista. Quizá fue así, pero el remitente olvidaba que si esa pregunta estaba en el texto era, precisamente, porque el periodista había decidido incluirla. Podría haberla suprimido sin problema y habría quedado en la privacidad de la conversación (no siempre se publica todo lo que se habla), pero me parecía interesante que el fan supiera de su condición física, y también de su temperamento cuando le disgustaba una pregunta que consideraba fuera de lugar. Una anécdota más, en todo caso.

Al año siguiente, 2011, Iggy y The Stooges pasaron por Valencia para actuar en los Jardines de Viveros, dentro de la programación de la Feria de Julio. Fue un buen concierto, y se notaba que la cadera no estaba bien, porque cada vez arrastraba más la pierna derecha. Al parecer, se debe a una pérdida progresiva de cartílago, derivada de haber padecido la polio y de un accidente que sufrió cuando tenía 13 años, condición que con el tiempo se ha ido agravando de manera paulatina. Pero no lo suficiente como para impedirle seguir subiéndose al escenario (tiene fechas anunciadas para 2025), exhibiendo su apergaminado físico y escupiendo con vehemencia unas canciones que han criado ya a varias generaciones, para las que siempre será una de las criaturas más fascinantes de la historia del rock.