El título del último libro de Simon Reynolds, aparecido a finales de 2024, juega un poco al engaño. Ante una palabra como Futuromanía, podría pensarse que nos encontramos frente al reverso de su aclamado Retromanía (2011), y el propio autor lo confirma cuando escribe que «es su imagen invertida en el espejo». Pero no es del todo cierto. Porque aquel era un extenso ensayo escrito con vocación de desarrollar su idea de fondo mediante una argumentación articulada, que tuvo el gran éxito que merecía y convirtió el mismo término retromanía en moneda de uso común para definir un fenómeno que sigue plenamente vigente, mientras que Futuromania es una recopilación de artículos publicados con anterioridad y más o menos hilvanados en torno a un concepto común: la (quimérica) búsqueda del sonido del porvenir.
Se trata de textos escritos en un periodo amplio, entre 1988 y 2023, más un epílogo para la ocasión, reunidos en un libro con ediciones distintas según el territorio donde se ha publicado, «porque la historia emocional es distinta en cada país», según le explicó Reynolds a Javier Blánquez en una entrevista aparecida en el diario El Mundo. De hecho, apareció por primera vez en Italia, en el año 2020, con el subtítulo de Sogni elettronici da Moroder ai Migos, mientras que para su edición español se ha respetado el de la inglesa: Sueños eléctricos, máquinas deseantes y la música del mañana … hoy. La encargada de publicarlo, en una traducción impecable de Alejo Ponce de León, ha sido la editorial argentina Caja Negra, que también fue la primera en hacer accesible a Reynolds en castellano, con el seminal Después del rock (2010), selección de artículos a cargo de Pablo Schanton que sería el primero de muchos otros títulos que han llegado posteriormente, dedicados a temas como el glam rock, el post-punk o la música dance. Curiosamente, sigue sin traducción The Sex Revolts, una de sus obras más emblemáticas, coescrita con su mujer, Joy Press. Y, para ser justos, habría que señalar que seguramente los primeros en reivindicar a Reynolds en España fueron Luis Puig y Jenaro Talens, que en el lejano enero de 1996 lo trajeron a Valencia a impartir una conferencia sobre cultura rave, psicodelia y género cuando era un absoluto desconocido en nuestro país.
Dicho esto, la idea de asociar ambos libros tiene lógica. Reynolds es un valor seguro de mercado (o, al menos, de nicho), y Retromanía fue su mayor éxito, por lo que la referencia no es gratuita. Además, hacía ya ocho años que no despachaba novedad editorial y la recopilación es una buena manera de otorgar perdurabilidad a unos artículos que alcanzan diferente estatus al pasar a formar parte de un libro, lejos del carácter efímero que caracteriza a los publicados en revistas o incluso en internet, donde no todos los materiales duran eternamente.
El futuro ya está(ba) aquí
Todos los textos que incluye el libro juegan de un modo u otro con la idea de imaginar o predecir el futuro de la música. La línea argumental tiene su origen en la seminal I Feel Love, de Donna Summer y Giorgio Moroder, pasa por Kraftwerk y avanza en el tiempo hasta el tecnopop, el jungle, el gabber, la IDM, el dubstep, la conceptrónica y, a medida que se va aproximando al momento presente, levantando acta de un sinfín de microgéneros más o menos efímeros que marcan la escena en los últimos años, lo que de algún modo emparenta el libro con El arte sin órganos, de Ana Gorostizu (La Caja Books, 2024). Para que quede clara la intención, incluso llega a adecuar algún texto con objeto de que encaje de manera más evidente en el relato que articula el libro. Es el caso del dedicado al ambient jungle, originalmente subtitulado Above The Treeline y retitulado ahora Por qué los breakbeats son el futuro.
En todo caso, salta a la vista que la banda sonora de la sociedad futura ha estado siempre asociada con la música electrónica y los sonidos sintéticos. Es decir, con los avances tecnológicos: cajas de ritmos, sintetizadores, programas de ordenador que permiten nuevas posibilidades de composición, grabación y mezcla, o novedosos programas de software como el Auto-Tune, al que Reynolds dedica un amplio capítulo que puede sorprender, porque no se centra en reprobar su uso, sino en trazar su historia y valorar sus aportaciones. Como en su día habría hecho cualquiera sin prejuicios ante un pedal de distorsión, por ejemplo. Aunque parezca de Perogrullo, quizá haya que recordar que una herramienta no es buena o mala per se, solo depende del uso que se haga de ella. Lástima que, en ese mismo texto, Reynolds no llegue al fondo del asunto y meta mano al reggaetón, porque hubiera sido muy interesante saber lo que opina al respecto. Quizá se deba a que en el libro, una vez más, predomina el enfoque eurocéntrico. Y es una pena, porque en uno de los escasos pasajes en que habla de sonidos del gueto global con elementos en común con los ritmos callejeros de Estados Unidos y Reino Unido caracterizados por la preeminencia del bajo, comenta que «todos se enfrentan a la condescendencia y a la represión en sus contextos nativos: repudiados por el establishment político y cultural dada su inherente grosería de clase baja y sus vínculos con el submundo turbio de la noche, también suelen ser despreciados por los progresistas de mentalidad más liberal, que consideran que esa música es basura de fórmula y repudian la violencia, el sexismo y el hipermaterialismo de las letras».
El mayor problema con que se topa el autor es que música futurista no es lo mismo que música del futuro. Es decir, que resulta imposible saber cómo será esa música del futuro y, por lo tanto, solo podemos imaginarla. Y cuando lo hacemos, oh sorpresa, resulta que, en realidad, el sonido resultante suele tener sus raíces en el pasado. «Solo mirando atrás podemos ver cuáles fueron los precursores, o los movimientos proféticos, de nuestra actualidad sonora», termina por reconocer un Reynolds que certifica el regreso de géneros como la new age o el dubstep, y que no se mete en asuntos relacionados con la Inteligencia Artificial por la misma lógica: todo lo que proponga lo hará a partir de elementos de elementos proporcionados por el ser humano y que, por tanto, formarán parte del presente y el pasado.
Al margen de esa pequeña trampa del título, no hace falta decir que es un auténtico placer leer a Reynolds. Probablemente no existe otro analista musical capaz de definir una línea de bajo como «ectoplasmática», decir que una composición «suena como si el plástico pudiera oxidarse» o que un efecto de sonido «recuerda un tejido, un trozo de tela ondeando y arrugándose dentro de una cámara de gravedad cero». Ni de describir con absoluta precisión, y casi sin proponérselo, el 90% de los discos que se graban y difunden en la actualidad cuando habla de una «enorme montaña de música aparentemente meritoria, pero fundamentalmente redundante». La mayoría de álbumes que aparecen reseñados en la sección de crítica de cualquier web musical le da la razón.
Además, el libro incluye una coda final con dos fantásticos textos, más extensos, sobre la música en las bandas sonoras cinematográficas y la literatura de ciencia ficción, que son una auténtica gozada y por sí mismos justifican la lectura.
Predicciones estériles
Los pronósticos siempre son arriesgados, y Reynolds no es Nostradamus ni Rappel, ni lo pretende, por eso utiliza la obsesión por el futuro como hilo conductor para desarrollar un relato cuya conclusión más evidente es que resulta imposible, por propia definición, crear el sonido por venir. Pero sí deja algunas reflexiones interesantes al respecto. La primera está relacionada con esa aludida obsesión de asociar el futuro con los sonidos sintéticos, que no es otra cosa que unir la evolución de la música a los descubrimientos tecnológicos venideros. Solo surgirán sonidos verdaderamente nuevos a partir de aparatos o instrumentos todavía por descubrir, esto es, actualmente inexistentes.
La segunda es igual de relevante, aunque suele mencionarse menos. Y son las drogas. Si casi no existe género musical en la historia de la música popular que no haya estado relacionado con algún tipo de sustancia estimulante, parece evidente que seguirá siendo así. En el libro hay varios ejemplos al respecto. «Tiene mucho sentido que el Auto-Tune haya surgido casi en paralelo a la afición por las pastillas, los jarabes y otras drogas legales», dice Reynolds cuando habla de artistas como Future y las letras de sus canciones. Y aquí otro: «Los MC de trap hacen referencias constantes a los analgésicos y fármacos capaces de mitigar la ansiedad, como el Ambien, el Percocet y el Xanax, que se usan ilegalmente como drogas recreativas». No son los únicos que se incluyen en el libro, y aunque parece poco probable que los zombificados adictos al fentanilo o al kush se vayan a poner a escribir canciones, no es en absoluto descabellado pensar que las alteraciones de la percepción vehiculadas por el consumo de drogas volverán a provocar estados de ánimo y de conciencia que se traduzcan en música. Y seguramente Reynolds estará allí para contarlo.