Empecé a trabajar de manera continuada para el diario Levante en la segunda mitad de los noventa. Llegué a publicar bajo su cabecera durante dos décadas, pero nunca fui más que un colaborador externo, que escribía desde casa y acudía a la sede del periódico para entregar textos o mantener alguna reunión. La redacción era por entonces como las de las películas (en realidad, como las de todos los medios antes de las sucesivas crisis): decenas de mesas ocupadas por periodistas de las diferentes secciones, que parecían actuar como un solo hombre para conseguir que cada día las páginas que entraban en rotativas estuvieran llenas de información. Hoy, tras los numerosos EREs, la depauperación progresiva de contenidos y la manifiesta incapacidad demostrada por la prensa tradicional para adaptarse a la realidad digital, aquella imagen no es más que un recuerdo lejano, pero la verdad es que impresionaba asistir a aquel despliegue de actividad.
De todos los personajes que poblaban la plantilla del diario, el más enigmático para mí era el corrector. Su misión, como indica claramente la palabra, era la de corregir las posibles erratas en los textos antes de que llegaran a ser impresas en el papel. Esa función, de por sí, ya implicaba que debían estar muy bien preparados, porque igual caía en sus manos un texto deportivo que uno económico, así que, en teoría, tenían que saber de todo. Y más que los propios periodistas. En teoría, claro. De hecho, sabían tanto que a menudo corregían textos que, en realidad, no necesitaban corrección.
Recuerdo algunos episodios divertidos con ellos. Cada vez que, por ejemplo, escribía la crítica de un EP en un texto sobre música, indefectiblemente aparecía como un LP cuando el artículo salía impreso. Daba igual las veces que le dijeras a tu superior que EP era correcto, que correspondía a un formato de 7 pulgadas, como el single, pero con 4 canciones. Los correctores seguían poniendo LP.
Lo mismo pasaba si citaba al grupo norirlandés Therapy? Obviamente, el redactor se había equivocado y se le había colado un signo de interrogación al final del nombre, así que lo mejor era subsanar el error y quitarlo. Ni sabían de la existencia de la banda, ni de cómo se escribía su nombre. Pero tampoco preguntaban si había algún motivo para que ese signo de interrogación estuviera allí. Se quitaba y punto. El problema, además, era irresoluble, porque los correctores eran unos seres inaccesibles, con los que no se podía establecer diálogo alguno. Más de una vez lo solicité, y la respuesta era siempre negativa. Al parecer, habitaban en el Olimpo de la infalibilidad y no se podía perturbar su paz. Es decir, que se seguían imprimiendo erratas.
Hubo una edición del FIB en que Levante publicó un suplemento diario de 4 páginas haciendo el seguimiento del festival, y me tocaba hacer una columna desde Benicàssim al filo de la hora del cierre de edición. La dictaba por teléfono y en redacción se encargaban de escribirla. Aquel año actuaba Sonic Youth. Me recuerdo perfectamente dando instrucciones desde el auricular y remarcando varias veces al receptor de la crónica que el guitarrista se llamaba Lee Ranaldo. Incluso le dije: «No Ronaldo, como el futbolista, sino Ranaldo, con A». Al otro lado de la línea, el compañero lo captó: «Sí, no te preocupes, me queda claro». ¿Se imaginan lo que sucedió? Efectivamente, después el texto cayo en manos del corrector, que no tuvo ninguna duda y entendió que nadie puede llamarse Ranaldo, así que debía corregir la errata y escribir (¡sorpresa!) Ronaldo. Había que ver mi cara al día siguiente, desayunando con el periódico entre las manos y pensando en cómo había insistido en que se escribiera bien el apellido. Porque, a todos los efectos, quien no tenía ni idea del nombre era quien firmaba. El lector desconocía la existencia de esos seres perfeccionistas que vivían pensando que los periodistas no hacían otra cosa que cometer errores y que su misión era subsanarlos. Lógico, si eras tan tonto que ni siquiera eras capaz de saber el nombre de uno de los miembros del grupo cabeza de cartel.
A partir de cierto momento, y ante las numerosas negativas a mi demanda de hablar con los correctores, decidí desplazarme cada semana al periódico para imprimir mis textos y señalar con bolígrafo rojo las palabras que podían ser susceptibles de duda marcándolas como correctas, para que no las tocaran. Y aquello, al menos, funcionó.
También estoy seguro de que su trabajo sirvió para mejorar la calidad del periódico, solventar problemas de letras trabucadas, minúsculas que deberían ser mayúsculas y muchos otros detalles que, una vez resueltos, contribuían a la comodidad del lector. A mí me amargaron más de un artículo, pero no dudo que en numerosas ocasiones debieron corregir errores flagrantes que se me habían pasado por alto y que todos cometemos con más frecuencia de la que nos gustaría. Recuerdo uno que no rectificó un corrector, sino un colega: En una critica de un concierto de Dr. Feelgood para Cartelera Turia, hace ya décadas, mandé la reseña a la redacción comentando que en el bis habían tocado uno de sus grandes éxitos: «Roxanne». El compañero Juanma Játiva (nunca suficientemente ponderado como periodista musical, y ha sido uno de los mejores en Valencia) me llamó por teléfono al recibir el texto y me preguntó, con toda la razón del mundo, si la canción no sería «Roxette». Y tanto que lo era. La similitud entre los títulos me había provocado un cruce de cables y había escrito de manera automática el nombre del famoso tema de The Police. La llamada, esa llamada tan sencilla pero que parece que tanto cuesta hacer, evitó que saliera publicada la equivocación. Para gran alivio mío, no hace falta decirlo.
Sospecho que los correctores fueron de los primeros en caer cuando llegaron las remodelaciones de plantilla (el eufemismo habitualmente utilizado para no decir despidos), ya que su función no debía considerarse primordial. Además, los programas de escritura de los ordenadores ya traían sus propios correctores que, como todos hemos comprobado, funcionan a la perfección, ¿verdad? Como el del WhatsApp, más o menos.
Una función parecida a la del corrector me tocó desempeñar cuando fui coordinador de redacción de Efe Eme. Más de uno se sorprendería del estado en que llegaban a nuestras manos algunos textos de firmas más que contrastadas, que había que maquillar convenientemente. O que tocaba repasar con el autor para aclarar más de una duda. Del mismo modo, también seguí al otro lado y me tocó sufrir algunas modificaciones en artículos escritos para otras revistas porque el coordinador de turno pensaba que eras un ignorante (sí, se repite la historia) y te habías olvidado de algún dato que él consideraba importantísimo, que tú habías omitido conscientemente y que luego te encontrabas estampado en la página, se supone que «para mejorar tu artículo», pero sin consultarte sobre ello. En todas partes cuecen habas.
Pese a todas estas anécdotas y a los quebraderos de cabeza que me proporcionaron, últimamente me acuerdo muy a menudo de los correctores, pero por otro motivo. Leer la prensa se convierte en ocasiones en un suplicio debido a la cantidad de erratas que contienen algunos textos. Porque Roy Batty, el replicante al que daba vida Rutger Hauer en ‘Blade Runner’, habrá visto naves en llamas más allá de Orión y otras cosas que nadie creería, pero yo he visto un artículo que menciona, agárrense, a Joe Division. Y otro en el que se anuncia la gira de un tal ‘Robert’, cantante de Extremoduro. Mi teoría es que los periodistas no pueden estar tan desinformados como para cometer tales deslices, porque no hablamos precisamente de artistas desconocidos o minoritarios. Quizá son, simplemente, errores producto de una escritura apresurada. Pero que aparezcan publicados significa dos cosas: Que el autor ni siquiera ha releído su texto antes de enviarlo y que en la redacción del medio tampoco se han molestado en echarle un vistazo y lo colocan en la página (sea de papel o web) tal como llega, sin revisión alguna. Flaco favor le hacen al autor y a su medio. He visto llamar Kenzabito a Kenzaburo Oé. Y he visto mal escritos en un mismo párrafo los nombres de Scorsese y Pasolini en un artículo ¡sobre cinefilia! He visto escribir Susi Álvarez en lugar de Susi Sánchez (y eso que el motivo del reportaje era que le daban un premio), atribuir la novela «Libra» a un tal Tom Dilillo, he leído la frase “Ni siquiera a sacado” en un medio profesional, he visto llamar José Luis Iborra a Juan Luis Iborra (en una información sobre su candidatura a la Academia Valenciana del Audiovisual, nada menos), he visto la palabra “Fugimorato” en un titular y a alguien declarar que algo se había tratado “a la liguera”.
No son casos excepcionales. Podría seguir así durante horas. Si no se respeta ni los nombres ni la ortografía, qué se puede esperar del resto del contenido. Por no hablar de la pereza de los redactores a la hora de usar muletillas como la de subir y bajar la persiana cada vez que un espacio cultural abre o cierra, o la de ‘dibujar la estrategia’ siempre que se informa de un nuevo proyecto. El periodismo está mal remunerado y hay que cubrir muchos frentes (esto, en realidad, no es cierto: se cubren, sobre todo, los de quienes invierten en publicidad), pero la degradación de los contenidos no puede más que derivar en el desprestigio de los medios, que avanza a pasos agigantados.
Algo le está pasando al periodismo cultural. Si haces una búsqueda en la web de la revista Fotogramas de la frase «que no te puedes perder» aparecen más de 4.000 resultados. Ya sabemos qué tipo de artículos incluyen esa coletilla. ¿En qué momento escribir sobre cultura se convirtió en rellenar espacio sin que importe lo más mínimo la calidad del contenido? Sí, también todos sabemos la respuesta.
Así que, después de que me dieran más de un disgusto, echo de menos a los correctores. Ponían tanto celo en su trabajo que a veces se pasaban de frenada, pero era preferible a la desidia que parece imperar en la mayoría de redacciones actualmente. Porque si el periodista no se respeta a sí mismo, tampoco está respetando a su lector. Y es imposible cuidar el fondo si no se cuida la forma. Cada vez se leen más disparates en los medios, precisamente cuando es más fácil que nunca comprobar si un título, un nombre o una fecha son correctos. Pero es lo que hay.