Entrevista publicada originalmente en Cartelera Turia, el 17 de enero de 1994, poco después del estreno de Todos a la cárcel. No fue fácil conseguir que Saza la concediera, pero finalmente aceptó. Y demostró ser todo un caballero.
José Sazatornil, «Saza», es uno de esos actores de carácter imprescindibles en el cine español. Este año cumple cuatro décadas ante las cámaras, un periodo en el que ha trabajado con la mayor parte de profesionales del país y ha aprendido que en su labor la discreción es buena consejera. Por eso concede pocas entrevistas, y se muestra prudentemente diplomático en todas sus contestaciones. Sempiterno cura de posguerra, mando subalterno del movimiento o taimado industrial catalán, Saza sabe quedar bien con todo el mundo.
Usted empezó en el teatro. ¿Cómo se produjo su paso al cine?
Estaba trabajando en Barcelona y el Sr. Ignacio F. Iquino me ofreció hacer mi primera película, que fue Fantasía española. No la dirigió él, sino Javier Setó, uno de los muchos que contrataba. Después colabore en un film dirigido por él, El golfo que vio una estrella, y en otro de la misma empresa, Los gamberros, dirigido por Juan Lladó. A partir de ahí me firmó un contrato de dos años.
¿Le ha sido beneficioso o perjudicial incorporar personajes claramente estereotipados?
No me ha perjudicado nunca. He hecho los personajes que me ofrecían y me gustaban, pero nunca he sido de los que rechazan papeles. Estoy contento de lo que he interpretado porque tenía que hacerlo. Es el destino.
Hace poco ha rodado Todos a la cárcel, con Berlanga. ¿Cómo son sus relaciones?
He hecho tres películas con él. La primera fue El verdugo, y después me llamó para cada una de las que filmó, pero no pude aceptar porque tenía compromisos teatrales, hasta La escopeta nacional. Me volvió a requerir en las siguientes, pero por los mismos motivos no puede aceptar. Con Todos a la cárcel se ha vuelto a presentar la ocasión de trabajar juntos. Sus rodajes son tranquilos, aunque de muchas horas, pero no hay nervios o excitación.
¿Cree, como dice la mayoría de actores, que la comedia es el género más difícil de interpretar?
Sí, Hacer reír es lo más difícil que hay. Provocar el llanto se consigue enseguida, porque todo el mundo tiene sus preocupaciones y le es más fácil. Sin embargo, sacar al público de esas preocupaciones y conseguir que se ría es muy complicado.
¿Qué recuerdo guarda de sus colaboraciones con Mariano Ozores a finales de los sesenta y principios de los setenta?
Tengo muy buen recuerdo. Con Ozores se trabaja estupendamente, porque es un señor que conoce muy bien el mundo artístico. Sus padres tenían compañía de teatro, en la cual habían trabajado sus hermanos y él mismo. Utiliza una técnica muy cómoda para los actores, es muy rápido y muy atento y simpático. Sabe lo que quiere en cada momento.
¿Cree que en esa época, por el tipo de cine alimenticio que se hacía en España, eran más importantes los argumentos que los propios directores?
Yo creo que los directores españoles de todas las épocas han sido grandes profesionales. Las películas de los años 40 y 50, por ejemplo, estaban muy bien hechas. Había unos directores verdaderamente fenomenales: Rafael Gil, Sáenz de Heredia o Iquino, que para mí es un hombre que siempre tengo muy presente, porque me subyuga su independencia. Él era el único que tenía estudios propios, con obreros, vestuario, todo. No necesitaba alquilar nada. Además, él mismo distribuía sus películas y ejercía funciones de productor. Ha sido un director redondo.
¿Qué sintió cuando le otorgaron en 1988 el premio Goya por su interpretación en Espérame en el cielo?
Es una satisfacción muy grande, pero me extraña que me pregunte esto, porque cuando me dieron el premio nadie se preocupó. En cambio, sin querer presumir, soy requerido constantemente por televisión, periódicos, revistas… Y en aquella ocasión ni lo nombraron, nadie dijo nada. Hombre, siempre es un halago que te den un reconocimiento, es bonito.
Se ha dicho que La escopeta nacional es la película donde usted comenzó a ampliar sus registros. ¿Está de acuerdo?
No, porque los registros no se cambian. Cambia el argumento o el personaje. Si tienes que hacer un malvado, lo haces porque lo marca el guion, y lo mismo un cura o un vendedor de porteros automáticos, como en La escopeta nacional.
Compagina teatro y cine. ¿Siente predilección por alguno de los dos medios en particular?
Los dos me han dado muchas satisfacciones. Lo que ocurre es que el teatro se hace en directo y notas todos los días las reacciones del público, mientras que en cine interpretas la película y una vez ha terminado te desinhibes de ella y no te enteras de su repercusión en los espectadores.
De los muchos directores con los que ha trabajado, ¿tiene algún favorito?
No es que no quiera dar nombres, pero me pasa lo siguiente: yo trabajo bien con todos. No soy conflictivo ni creo problemas. Sé que tengo que ir a hacer una película, me comprometo y me pongo a las órdenes del director, pida lo que pida. En este caso me ocurre lo mismo que si tuviera que elegir una película de entre las que he hecho. Estoy satisfecho de todas, y no sabría elegir ninguna, ni para ensalzarla ni para destruirla.
¿Por qué es usted tan reacio a ofrecer entrevistas?
No es que sea reacio. A mí no me importa, siempre que afecte a mi trabajo artístico, pero me niego a hablar de mi vida privada. El actor debe resguardar su vida íntima de la opinión pública. Al espectador no le interesa la militancia política o la religión del artista, porque cuando nos definimos desdibujamos nuestra imagen, dejamos una manchita de cara al público que no comparte nuestras ideas o creencias. El actor debe estar completamente limpio de todo: nacionalidad, religión, ideas políticas, dinero, dignidad y años. El actor no debe tener nada, excepto lo que represente.