En 2023 aparecieron en el ámbito editorial anglosajón dos voluminosos y documentados libros sobre la escena del rock gótico. Por un lado, en marzo, The Art of Darkness. The History of Goth, del periodista y músico John Robb. Por otro, en mayo, Season of the Witch: The Book of Goth, de la escritora y antigua periodista musical Cati Unsworth, que hacía un guiño a la canción homónima de Donovan en el título. Es el que la editorial Contra ha elegido poner en el mercado español, traducido como Temporada de brujas. El libro del rock gótico y con el añadido de un prólogo de Ana Curra (¿quién si no?).

La lectura del libro ha sido como viajar en el tiempo. Aunque fue una gran influencia en mi educación musical, por edad llegué tarde al punk, así que, durante mi adolescencia, cuando empecé a interesarme por las subculturas juveniles, me pilló de lleno lo que entonces, aquí, se llamó música siniestra (lo del gótico llegaría mucho después). Lógico, si estabas en esa fase en que te gustaba el cine de terror y descubrías los libros de Poe y Lovecraft. Tampoco se hablaba de postpunk, sino de afterpunk. Antes de conseguir la chupa de cuero (entonces no era fácil, te la tenía que traer alguien que viajara a Londres), salía de noche calzando unos boogies y con un largo guardapolvos negro, así como con la preceptiva camiseta de Bauhaus o Siouxsie, a quien literalmente adoraba: llegué a perder la cuenta de cuántas tuve con su imagen. También compraba sus discos en una tienda de un centro comercial donde tenía que soportar estoicamente que el vendedor considerara a los primeros unos fantoches y a la segunda, una «maruja» (sic).

The Cure, The Lords of the New Church, Magazine, Virgin Prunes o el Nick Cave en tránsito de Birthday Party a la primera encarnación de los Bad Seeds eran otros de los grupos que formaban parte de una dieta sonora que resultaba irresistible: era muy fácil caer bajo el hechizo de canciones mayúsculas como Spellbound, Bela Lugosi’s Dead, A Forest, Shot By Both Sides, Russian Roulette o Baby Turns Blue. Sobre todo, porque la alternativa eran cosas como The Smiths.

Corrían los ochenta, en pleno apogeo de aquello que se dio en llamar tribus urbanas, y nos mezclábamos todos más o menos sin problemas en garitos como Gasolinera o Planta Baja. Prueba de ello es que yo solía juntarme con la gente de Scooters, un grupo mod, como su nombre permite deducir. Recuerdo que fuimos alguna vez a las famosas concentraciones que se hacían en Lloret de Mar y cómo algunos torcían el gesto al ver la camiseta de Siouxsie. Por mi parte, también me reía a gusto contemplando a alguno de ellos luciendo jersey de cuello de cisne en pleno verano. Había que marcar territorio, pero durante el día no se producían hostilidades. Otra cosa era cuando llegaba la noche. Los bares de algunas calles bajaban la persiana en cuanto detectaban que los rockers hacían acto de presencia con la intención de protagonizar su propia versión de Quadrophenia, y las sillas de las terrazas no tardaban en volar por los aires. Escaramuzas que casi nunca llegaban a mayores, en todo caso.

De batallitas está lleno también Temporada de brujas, claro. A Cathi Unsworth, que se sigue definiendo como gótica hoy en día, se le nota la trayectoria como novelista y la voluntad de contextualizar. Tanto, que a veces el libro se hace un tanto farragoso, probablemente porque ni la traducción ni las 400 notas a pie de página ayudan. Así, el lector no solo se encuentra con la vida y milagros de las bandas del género, sino que además adquiere conocimientos sobre el medievo en la ciudad de Leeds, el comercio marítimo en el Liverpool del siglo XVIII, la historia de la prensa sensacionalista, la tragedia del estadio de Heysel o el impacto social del sida en Inglaterra. Y ya lo dice el refrán, el saber no ocupa lugar, pero el alud de información llega a ser excesivo, sobre todo en lo que se refiere al empeño de Unsworth en presentar la escena del rock gótico como una reacción musical contra el gobierno de Margaret Thatcher. Probablemente lo fue en cierta medida, pero no menos que la del heavy metal (recordemos que fueron Iron Maiden los que ‘acuchillaron’ a la Primera Ministra en la portada de Sanctuary) o la del entorno del sello 2Tone (el single Stand Down Margaret, de The Beat, por ejemplo). El enemigo era común para todos.

Se agradece, en todo caso, ese esfuerzo de contextualización, que convierte el libro en un tomo muy didáctico, repleto de referencias, una voluminosa enciclopedia que no se deja por nombrar ni al tipo que tocó la batería durante un fin de semana en UK Decay (por momentos, los párrafos son auténticos árboles genealógicos) y que, en consecuencia, puede agotar hasta al lector más paciente. Porque, estaremos de acuerdo, nadie se lee una enciclopedia. Al menos, fue mi caso, ya que me quedó la sensación de estar ante un libro de consulta antes que frente a un relato fluido. Y la lectura resulta extenuante. El problema es meramente acumulativo, pero está ahí. Y la función de consulta queda dificultada debido a la ausencia de un índice onomástico, que hubiera resultado muy útil.

Unsworth no se ahorra nada. Ni añadir al final de cada capítulo padrinos y madrinas siniestros (de Percy y Mary Shelley a Jim Morrison, pasando por Johnny Cash, Maria Callas, Jacques Brel, Link Wray o Tura Satana), ni un nutrido apéndice con centenares de recomendaciones de libros y películas. Le apasiona el asunto y lo deja patente, desde luego. Solo le falta haber añadido un listado de obras pictóricas que influyeron en la estética de las bandas.

El libro también pone de manifiesto que, como la mayoría de escenas musicales, la gótica tiene unos límites muy elásticos, especialmente para Unsworth, que amplía los márgenes hasta el punto de incluir psychobilly, no wave o synth-pop en su mapeo sonoro. Están Suicide, Soft Cell o Echo & The Bunnymen, pero no Alien Sex Fiend o Fields of the Nephilim. Si australianos (The Birthday Party), estadounidenses (The Cramps) o alemanes (Einstürzende Neubauten) se pasan por Inglaterra, los mete en el saco. Pero si se quedan en casa (X-Mal Deutschland, Christian Death, Wall of Voodoo), no merecen mención. Por cercanía con otras bandas, nos enteramos de las andanzas de los escasamente (¿nada?) góticos Dr. & The Medics o Zodiac Mindwarp & The Love Reaction, pero ni rastro de Danse Society, The Lords of the New Church, The Psychedelic Furs, Red Lorry Yellow Lorry o Flesh for Lulu, todos ellos con conexiones claras con el sonido siniestro. Es evidente que cada cual haría su lista particular, pero algunas de las decisiones sorprenden, como la minúscula presencia de The Mission, por mucho que fuera una banda derivativa.

Abarcando un arco temporal muy similar (si no idéntico) y coincidiendo en muchos de los grupos que aborda en el texto, me quedo antes con Postpunk, de Simon Reynolds. Su análisis de la época me parece más interesante y sUna excelente manera de recordarlos.o, cosas como The Smiths.os de los grupos que aborda, me quedo antes con Postpunk, de Simon ólido que el de Unsworth, básicamente porque, sin olvidar el marco sociopolítico, profundiza mejor en cuestiones musicales.

En lo que respecta a España, que obviamente no aparece en el libro, el grupo siniestro por excelencia fue Parálisis Permanente, tanto por su éxito como por el gancho de sus singles, con la mítica Autosuficiencia en cabeza. La trágica muerte de Eduardo Benavente, su joven cantante, acabó de consolidar el mito, pero bandas como Décima Víctima, Alphaville, Agrimensor K, Carmina Burana, Monaguillosh o los primeros Gabinete Caligari dejaron un puñado de canciones para la historia. También los barceloneses Desechables, aunque lo suyo era más heterodoxo, igualmente heredero del punk, pero también del rockabilly más cavernoso (el psychobilly se abría camino) y, en particular de The Stooges y The Cramps (otro grupo que, vaya por Dios, tampoco le gustaba al de la tienda de discos).

Desechables eran otra cosa. En la Valencia que quería (y apenas podía) ser moderna, había cierta fascinación por Alaska y una movida madrileña que, en muchos casos, estaba protagonizada por hijos de familia bien que parecían dedicarse a la música y el artisteo porque no tenían mejor cosa que hacer para entretenerse. Desechables, en cambio, aparecían como un trío lumpen que transmitía sensación real de peligro. Causó menos shock porque eran menos populares, pero la muerte de Miguel, su guitarrista, fue carne de página de sucesos: asesinado de un tiro por un joyero de Vilafranca del Penedés cuando entró en su establecimiento con intención de atracarlo armado de una pistola de juguete.

En su breve trayectoria, el trío original destacó por la imponente presencia escénica de su cantante, Tere. A la mayoría de la gente le gustaba Ana. A mí también, pero me gustaba aún más Tere. Frente al sadomaso entre tinieblas de Curra en El acto, que tenía toda la pinta de ser impostado, la Desechable lucía desafiante, con los ojos vendados y los pechos al descubierto en Buen ser-vicio. Una foto histórica disparada por Ana Torralva.

No fue la única que le hizo. Coincidiendo con la aparición de Temporada de brujas se ha publicado también El lado salvaje 1983-1985, un libro de la editorial Ojos de Buey, «dedicada a la divulgación de fotografía documental realizada en España en los últimos 50 años», según la definen sus responsables. Frente a las casi 600 páginas de Unsworth, este es un pequeño y modesto volumen, editado con mucho esmero, que recoge parte del material de Ana Torralva en torno a Desechables. La fotógrafa es la hermana de Esteban Torralva, que fue manager del grupo, y tuvo el privilegio de acompañarlos durante un tiempo en el que captó en todo su esplendor estético la belleza y juventud de una formación marcada por la mala suerte. La propia Ana es también la autora de unos breves textos que ponen en contexto las imágenes, pero son sobre todo las fotografías, todas en blanco y negro, las que atestiguan el brutal potencial que tenía Desechables. La selección incluye instantáneas de varios conciertos, de backstage (un par de ellas, precisamente con Ana Curra y Tere juntas en los camerinos del Rock-Ola) y otras pertenecientes a la sesiones para las portadas de los discos Golpe tras golpe y Buen ser-vicio. Una excelente manera de recordarlos.